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La crisis actual de Occidente se debe a la resignación de no conocer la verdad. El hombre de hoy se siente incapaz de conocerla, como si ésta fuera demasiado grande para él. Pero tenemos necesidad de la verdad, que no se afirma mediante un poder externo, sino que es humilde y sólo es aceptada por el hombre a través de su fuerza interior: por el hecho de ser verdadera.
El aborto no puede ser considerado un derecho humano de la mujer, sino la negación del derecho a la vida misma, y por lo tanto, una profunda herida social. No cierro los ojos ante los problemas y conflictos de muchas mujeres, y la credibilidad del mensaje de la Iglesia en este controvertido asunto depende también de lo que ésta haga para ayudar a las mujeres afectadas.
El capitalismo no es el único modelo válido de organización económica y el problema del hambre y el ecológico existente evidencian con claridad que la lógica del beneficio incrementa la desproporción entre ricos y pobres y la ruinosa explotación del planeta. Estemos atentos ante los peligros de un excesivo apego al dinero, a los bienes materiales y a todo lo que impide vivir con plenitud la vocación de amar a Dios y a los hombres. En el fondo se trata de decidir entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la indecencia, en definitiva entre Dios y Satanás. Es necesario tomar una decisión entre la lógica del beneficio como criterio último de nuestra vida y la lógica de compartir y de la solidaridad.
Tenemos que hacer visible la Iglesia viva, no esa idea de un centro de poder en la Iglesia con sus etiquetas, sino una comunidad de compañía en la que, a pesar los problemas de la vida que sentimos, nace la alegría de vivir.
El mundo necesita ser cambiado, y es precisamente misión de la juventud cambiarlo. No podemos hacerlo sólo con nuestras fuerzas, sino en comunión de fe y de camino. Os invito a descubrir la belleza del amor, pero no la de un amor de ‘usar y tirar’, pasajero y engañoso, prisionero de una mentalidad egoísta y materialista, sino un amor verdadero y profundo. Todo joven que se asoma a la vida cultiva el sueño de un amor que dé pleno sentido a su futuro.

Son los Santos Inocentes del siglo XXI. Miles de niños son asesinados en las clínicas abortistas, en las que empieza a actuarse ante algunos casos. Si la sociedad no pone freno a esta lacra -y los políticos parecen poco proclives-, estará escribiendo la crónica de su propio suicidio: la vida, desde la concepción hasta la muerte, ya no valdrá nada
Hoy, 28 de diciembre, la Iglesia recuerda a los Santos Inocentes. En estos días, se van a hacer públicas las cifras oficiales de abortos del año 2006. Son los miles de Santos Inocentes que nuestra sociedad habrá matado amparada en una ley que se ha convertido en un coladero, a través del llamado tercer supuesto, en el que se admite que una madre aborte hasta el final del embarazo, si su vida corre riesgo físico o psicológico -el 96,68% de las madres alega este supuesto-. En las últimas semanas, el debate del aborto ha vuelto a la escena pública, tanto por el debate político, como por la aparición en prensa de dantescas escenas de niños asesinados ante las que nadie debería mirar hacia otro lado, porque la gravedad del problema va más allá de la vida de estos santos inocentes. Supone un verdadero suicidio social porque es la aceptación incondicional de la cultura de la muerte. Prueba de ello es que la mayoría de la gente no se plantea la retirada de la ley del aborto, sino cómo limitarla, ni se queja porque se aborte a niños de tres meses de gestación, sino porque se aborta a niños de seis o siete que ya serían viables fuera del seno materno. Y es que la raíz de todo se encuentra en que se ha aceptado el aborto como algo normal.
En Belén nació el Amor, abarcable, como si Dios, queriendo parodiar su infinitud, se nos diera a cada uno del modo más tierno que hubiéramos imaginado: hecho niño en las manos más puras y dulces de María.
Si Dios es amor, en este niño nacido llamado Jesús, ese amor ha querido ser amado. Y así fue, primero por María, luego por la humanidad de todos los tiempos.
La Navidad es tiempo de alegría bulliciosa, aunque más de gozo íntimo, agradecido, por el inmenso don de Dios a la humanidad; es la fiesta del amor de Dios a los hombres. En esta historia de amor, José, esposo de María, interviene decididamente expresando su amor a través de su donación incondicional a los planes de Dios sobre la historia. Desconociendo el devenir del proyecto divino, se abandona con docilidad en las manos del Señor.
Los ángeles anuncian en Belén una alegría para todo el pueblo. Por eso, la Navidad es la fuente del verdadero gozo. Porque Dios ha querido entrar en nuestra casa, en nuestra familia, en nuestras preocupaciones y en nuestra historia. La Navidad nos recuerda que Dios es amigo del hombre y lo hace partícipe de su divinidad. Participación por el camino de la humildad y la sencillez, porque solo en este sendero se encuentra la fuente de la gracia, la única que sacia la sed última del ser humano.
La Navidad es una fiesta para celebrar también la fidelidad a la Iglesia, un abanico de carismas donde caben todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Fidelidad a la Iglesia porque un Niño nace para nosotros, y pese a tantas flaquezas y traiciones, la comunidad cristiana ha creído en la salvación y ha transmitido al mundo entero el mensaje divino y humano del nacimiento del Mesías.
¡FELIZ NAVIDAD A TODOS!
Acudid, fieles, alegres, triunfantes
venid, venid a Belén:
ved al nacido Rey de los ángeles.
Fragmento del Mensaje de Navidad del Papa Benedicto XVI, 2007
La Navidad es esto: acontecimiento histórico y misterio de amor, que desde hace más de dos mil años interpela a los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar. Es el día santo en el que brilla la «gran luz» de Cristo portadora de paz. Ciertamente, para reconocerla, para acogerla, se necesita fe, se necesita humildad. La humildad de María, que ha creído en la palabra del Señor, y que fue la primera que, inclinada ante el pesebre, adoró el Fruto de su vientre; la humildad de José, hombre justo, que tuvo la valentía de la fe y prefirió obedecer a Dios antes que proteger su propia reputación; la humildad de los pastores, de los pobres y anónimos pastores, que acogieron el anuncio del mensajero celestial y se apresuraron a ir a la gruta, donde encontraron al niño recién nacido y, llenos de asombro, lo adoraron alabando a Dios (cf. Lc 2,15-20). Los pequeños, los pobres en espíritu: éstos son los protagonistas de la Navidad, tanto ayer como hoy; los protagonistas de siempre de la historia de Dios, los constructores incansables de su Reino de justicia, de amor y de paz.

En el silencio de la noche de Belén Jesús nació y fue acogido por manos solícitas. Y ahora, en esta nuestra Navidad en la que sigue resonando el alegre anuncio de su nacimiento redentor, ¿quién está listo para abrirle las puertas del corazón? Hombres y mujeres de hoy, Cristo viene a traernos la luz también a nosotros, también a nosotros viene a darnos la paz. Pero ¿quién vela en la noche de la duda y la incertidumbre con el corazón despierto y orante? ¿Quién espera la aurora del nuevo día teniendo encendida la llama de la fe? ¿Quién tiene tiempo para escuchar su palabra y dejarse envolver por su amor fascinante? Sí, su mensaje de paz es para todos; viene para ofrecerse a sí mismo a todos como esperanza segura de salvación.
«Sobre los que vivían en tierra de sombras,
una luz brilló sobre ellos» (Is 9, 1).
El Evangelio relata cómo la gloria de Dios se apareció a los pastores y «los envolvió en su luz» (Lc 2, 9). Donde se manifiesta la gloria de Dios, se difunde en el mundo la luz. «Dios es luz, en Él no hay tiniebla alguna», nos dice san Juan (1 Jn 1, 5). La luz es fuente de vida.
Pero luz significa sobre todo conocimiento, verdad, en contraste con la oscuridad de la mentira y de la ignorancia. Así, la luz nos hace vivir, nos indica el camino. Pero además, en cuanto da calor, significa también amor. Donde hay amor, surge una luz en el mundo; donde hay odio, el mundo queda en la oscuridad. Ciertamente, en el establo de Belén ha aparecido la gran luz que el mundo espera. En aquel Niño acostado en el pesebre, Dios muestra su gloria: la gloria del amor, que se da como don a sí mismo y que se priva de toda grandeza para conducirnos por el camino del amor. La luz de Belén nunca se ha apagado. Ha iluminado hombres y mujeres a lo largo de los siglos, «los ha envuelto en su luz». Donde ha aparecido la fe en aquel Niño, ha florecido también la caridad: la bondad hacia los demás, la atención solícita a los débiles y los que sufren, la gracia del perdón. A partir de Belén, una estela de luz, de amor y de verdad impregna los siglos.
El verdadero misterio de la Navidad es el resplandor interior que viene de este Niño. Dejemos que este resplandor interior llegue a nosotros, que prenda en nuestro corazón la lumbrecita de la bondad de Dios; llevemos todos, con nuestro amor, la luz al mundo. No permitamos que esta llama luminosa se apague por las corrientes frías de nuestro tiempo. Que la custodiemos fielmente y la ofrezcamos a los demás.
Benedicto XVI, Navidad 2005

“No temáis, dentro de cinco días vendrá a vosotros el Señor”.
Si queréis, puedo contaros lo que Dios ha hecho conmigo. Felices los que oyen y creen, porque todo creyente concibe y engendra en sí mismo la Palabra de Dios, y reconoce su obra. Ojalá en todos nosotros haya un alma como la de María y su espíritu, para que también nosotros podamos alegrarnos en dios y glorificarlo, como ella lo hizo. Porque si corporalmente no hay más que una madre de Cristo, en cambio, por la fe, Cristo es el fruto de todos, pues todos recibimos la Palabra de Dios y todos, por eso, proclamamos la grandeza del Señor y nos alegramos en Dios nuestro Salvador. Si obramos en nuestra vida justa y religiosamente, Cristo vuelve a nacer para todos, para el mundo. Se convierte en Emmanuel, es decir: en “Dios-con-nosotros”. Es Sol, es Luz, Justicia que ilumina, Consuelo y Fortaleza, Pañuelo inmenso para enjugar todas las lágrimas.
Apresúrate, Señor Jesús, y no tardes. Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador! Ven y juega un rato, Señor, conmigo. Que me sienta en mi hogar cuando, interrumpiendo el juego, me digas: “a dormir” e inmediatamente me ponga a descansar en tu regazo. Al despertar, encontraré escrita la palabra amor en todas partes, porque de verdad el amor habrá echado raíces en el corazón las personas. “Ven, luz verdadera. Ven, vida eterna. Ven, misterio escondido. Ven, tesoro sin nombre. Ven, luz sin declive. Ven, despertador de los dormidos…”
San Simón el Nuevo Teólogo
Nuestra vida es adviento:
Dios está viniendo.
Él viene en su Palabra,
en su Espíritu que nos da la fe,
en los sacramentos de la Iglesia,
en las luchas y alegrías de la vida,
en cada uno de nuestros hermanos,
sobre todo en los más pobres y sufridos.
Hay que saber esperar a Dios.
Hay que saber buscar a Dios.
Hay que saber descubrir a Dios.
Hay muchos que se cansan de esperar,
porque la vida se ha puesto muy dura.
Y hay muchos que no saben buscar a Dios
día a día, en el trabajo, en casa, en la calle,
en la lucha por los derechos de todos,
en la oración, en la fiesta de los hermanos.
Estamos en el Adviento.
Luego llegará la Navidad.
Dios está llegando siempre.
Abramos los ojos de la fe,
abramos los brazos de la esperanza,
abramos el corazón del amor.
II Domingo de Adviento: Mt 3, 1-12
«Voz del que grita en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas».
Enderezar un sendero para el Señor significa emprender la reforma de nuestra vida, convertirse. Lo que hay que allanar y los obstáculos que hay que retirar son el orgullo -que lleva a ser despiadado, sin amor hacia los demás–, la injusticia -que engaña al prójimo, tal vez aduciendo pretextos de resarcimiento y de compensación para acallar la conciencia–, por no hablar de rencores, venganzas, traiciones en el amor. Son hondonadas a colmar la pereza, la desidia, la incapacidad de imponerse un mínimo esfuerzo, todo pecado de omisión.
Pero la palabra de Dios jamás nos aplasta bajo una mole de deberes sin darnos al mismo tiempo la seguridad de que Él nos brinda lo que nos manda hacer. Dios, dice el profeta Baruc, «ha ordenado que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios». Dios allana, Dios colma, Dios traza la senda; es tarea nuestra secundar su acción, recordando que «quien nos ha creado sin nosotros, no nos salva sin nosotros».
R. Cantalamessa
La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su « sí » abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14)?
Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.
Toda persona necesita una esperanza que le ayude a afrontar el presente. Benedicto XVI aborda en su segunda encíclica, SPE SALVI, un tema clásico del cristianismo, pero lo confronta con las respuestas que la filosofía y la política han dado a la necesidad humana de esperanza. El resultado es un texto culto pero comprensible, que ofrece el mejor remedio para combatir el vacío de sentido que parece caracterizar a una parte del mundo contemporáneo.
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I Domingo de Adviento: Mt 24, 37-44
La palabra que destaca sobre todas, en el Evangelio de este primer domingo de Adviento, es: «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor… Estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre». Se pregunta a veces por qué Dios nos esconde algo tan importante como es la hora de su venida, que para cada uno de nosotros, considerado singularmente, coincide con la hora de la muerte. La respuesta tradicional es: «Para que estuviéramos alerta, sabiendo cada uno que ello puede suceder en sus días» (San Efrén el Sirio). Pero el motivo principal es que Dios nos conoce; sabe qué terrible angustia habría sido para nosotros conocer con antelación la hora exacta y asistir a su lenta e inexorable aproximación. Es lo que más atemoriza de ciertas enfermedades. Son más numerosos hoy los que mueren de afecciones imprevistas de corazón que los que mueren de «penosas enfermedades». Si embargo dan más miedo estas últimas porque nos parece que privan de esa incertidumbre que nos permite esperar.
La incertidumbre de la hora no debe llevarnos a vivir despreocupados, sino como personas vigilantes. La misma naturaleza en otoño nos invita a reflexionar sobre el tiempo que pasa. «El tiempo pasa y el hombre no se da cuenta», decía Dante. Un antiguo filósofo expresó esta experiencia fundamental con una frase que se ha hecho célebre: «panta rei», o sea, todo pasa. El mundo permanece, pero nosotros nos vamos uno tras otro. De todos los nombres, los rostros, las noticias que llenan los periódicos y los telediarios del día –de mí de ti, de todos nosotros–, ¿qué permanecerá de aquí a algún año o década? Nada de nada. El hombre no es más que «un trazo que crea la ola en la arena del mar y que borra la ola siguiente».
Veamos qué tiene que decirnos la fe a propósito de este dato de hecho de que todo pasa. «El mundo pasa, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2, 17). Así que existe alguien que no pasa, Dios, y existe un modo de que nosotros no pasemos del todo: hacer la voluntad de Dios, o sea, creer, adherirnos a Dios. En esta vida somos como personas en una balsa que lleva un río en crecida a mar abierto, sin retorno. En cierto momento, la balsa pasa cerca de la orilla. El náufrago dice: «¡Ahora o nunca!», y salta a tierra firme. ¡Qué suspiro de alivio cuando siente la roca bajo sus pies! Es la sensación que experimenta frecuentemente quien llega a la fe. Podríamos recordar, como conclusión de esta reflexión, las palabras que santa Teresa de Ávila dejó como una especie de testamento espiritual: «Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa. Sólo Dios basta».
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