I Domingo de Adviento: Mt 24, 37-44
La palabra que destaca sobre todas, en el Evangelio de este primer domingo de Adviento, es: «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor… Estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre». Se pregunta a veces por qué Dios nos esconde algo tan importante como es la hora de su venida, que para cada uno de nosotros, considerado singularmente, coincide con la hora de la muerte. La respuesta tradicional es: «Para que estuviéramos alerta, sabiendo cada uno que ello puede suceder en sus días» (San Efrén el Sirio). Pero el motivo principal es que Dios nos conoce; sabe qué terrible angustia habría sido para nosotros conocer con antelación la hora exacta y asistir a su lenta e inexorable aproximación. Es lo que más atemoriza de ciertas enfermedades. Son más numerosos hoy los que mueren de afecciones imprevistas de corazón que los que mueren de «penosas enfermedades». Si embargo dan más miedo estas últimas porque nos parece que privan de esa incertidumbre que nos permite esperar.
La incertidumbre de la hora no debe llevarnos a vivir despreocupados, sino como personas vigilantes. La misma naturaleza en otoño nos invita a reflexionar sobre el tiempo que pasa. «El tiempo pasa y el hombre no se da cuenta», decía Dante. Un antiguo filósofo expresó esta experiencia fundamental con una frase que se ha hecho célebre: «panta rei», o sea, todo pasa. El mundo permanece, pero nosotros nos vamos uno tras otro. De todos los nombres, los rostros, las noticias que llenan los periódicos y los telediarios del día –de mí de ti, de todos nosotros–, ¿qué permanecerá de aquí a algún año o década? Nada de nada. El hombre no es más que «un trazo que crea la ola en la arena del mar y que borra la ola siguiente».
Veamos qué tiene que decirnos la fe a propósito de este dato de hecho de que todo pasa. «El mundo pasa, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2, 17). Así que existe alguien que no pasa, Dios, y existe un modo de que nosotros no pasemos del todo: hacer la voluntad de Dios, o sea, creer, adherirnos a Dios. En esta vida somos como personas en una balsa que lleva un río en crecida a mar abierto, sin retorno. En cierto momento, la balsa pasa cerca de la orilla. El náufrago dice: «¡Ahora o nunca!», y salta a tierra firme. ¡Qué suspiro de alivio cuando siente la roca bajo sus pies! Es la sensación que experimenta frecuentemente quien llega a la fe. Podríamos recordar, como conclusión de esta reflexión, las palabras que santa Teresa de Ávila dejó como una especie de testamento espiritual: «Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa. Sólo Dios basta».
2 comentarios
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1 diciembre, 2007 a 14:57
Dorli
Nuestro Señor está aquí y ahora con nosotros.
El vive habitualmente en el alma del que cree en Él.
y no permanece callado.
» Vendremos y haremos morada en él.»
Si ahora ya puedo vivir, en Fe, con Él en mi corazón,
el poder verle con mis ojos,
oirle con mis oidos,
tocarle con mis manos,
será desde luego el Acontecimiento de mi vida,
pero no será otro Jesús que el que ya ahora puedo conocer y amar.
muy original la meditación de Cantalamessa. Gracias.
4 diciembre, 2007 a 23:40
Dorli
El que vive en el secreto de Elyon,
pasa la noche a la sombra del Dios del cielo,
diciendo al Todopoderoso: » ¡mi refugio y fortaleza, mi Dios, en quien confío!
Que Él te libra de la red del cazador,
de la peste mortal,
con sus Alas te cubre,
bajo Su Manto tienes tu cobijo,
escudo y armadura es Su Verdad.
No temerás el terror de la noche,
ni la saeta que de día acecha,
ni la muerte que avanza en tinieblas,
ni el azote que golpea a mediodía.
Aunque a tu lado caigan mil,
y diez mil a tu diestra,
a tí no te alcanzará.
Basta con que mires con tus ojos,
verás la cosecha de los impíos,
tú que dices: » ¡mi refugio es el Señor!,
y tomas a Elyon por tu defensa.
No te alcanzará el mal,
ni la muerte se acercará a tu tienda,
que Él dará orden sobre tí a sus ángeles,
de guardarte en todos tus caminos.
Te llevarán ellos de sus manos,
para que en piedra no tropiece tu pie,
andarás con el león y la víbora,
pasarás sobre el leoncillo y el dragón.
«Pues él se abraza a Mí, Yo he de librarle.
Le exaltaré pues conoce Mi Nombre.
Me llamará y le responderé:
estaré a su lado en la desgracia.
Le libraré y le confortaré.
Alegría le daré de largos días,
y le haré ver Mi Salvación.
salmo 91