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 II Domingo de Adviento: Mt 3, 1-12 

«Voz del que grita en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas».

   Enderezar un sendero para el Señor significa emprender la reforma de nuestra vida, convertirse. Lo que hay que allanar y los obstáculos que hay que retirar son el orgullo -que lleva a ser despiadado, sin amor hacia los demás–, la injusticia -que engaña al prójimo, tal vez aduciendo pretextos de resarcimiento y de compensación para acallar la conciencia–, por no hablar de rencores, venganzas, traiciones en el amor. Son hondonadas a colmar la pereza, la desidia, la incapacidad de imponerse un mínimo esfuerzo, todo pecado de omisión.

   Pero la palabra de Dios jamás nos aplasta bajo una mole de deberes sin darnos al mismo tiempo la seguridad de que Él nos brinda lo que nos manda hacer. Dios, dice el profeta Baruc, «ha ordenado que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios». Dios allana, Dios colma, Dios traza la senda; es tarea nuestra secundar su acción, recordando que «quien nos ha creado sin nosotros, no nos salva sin nosotros».

R. Cantalamessa