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En el evangelio de este domingo escuchamos a Jesús que dice: “Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, coja su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por causa mía, la encontrará”.
¿Qué significa “negarse a sí mismo”? Es más, ¿por qué hay que negarse a sí mismo? Conocemos la indignación que suscitaba en el filósofo Nietzsche esta exigencia del Evangelio. Comienzo respondiendo con un ejemplo. Durante la persecución nazi, muchos trenes cargados de hebreos partían desde todas partes de Europa hacia los campos de exterminio. Se les convencía de subir a ellos con falsas promesas de llevarlos a lugares mejores por su bien, mientras que en cambio se les llevaba a la destrucción. A veces sucedía que en alguna parada del convoy, alguien que sabía la verdad gritaba a escondidas a los pasajeros: bajad, huid. Y alguno lo conseguía.
El ejemplo es un poco fuerte, pero expresa algo sobre nuestra situación. El tren de la vida en el que viajamos va hacia la muerte. Sobre esto, al menos, no hay dudas. Nuestro yo natural, siendo mortal, está destinado a terminar. Lo que el Evangelio nos propone cuando nos exhorta a renegar de nosotros mismos y a bajar de este tren, es subir a otro que conduce a la vida. El tren que conduce a la vida es la fe en Él, que ha dicho: “El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”.
Pablo había realizado este “trasbordo”, y lo describe así: “Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí”. Si asumimos el yo de Cristo nos convertimos en inmortales porque él, resucitado de la muerte, no muere más. Eso es lo que significan las palabras que hemos escuchado: “El que quiera salvar la propia vida, la perderá; pero el que pierda la vida por mi causa, la encontrara”. Por tanto, está claro que negarse a sí mismo no es una operación autolesionadora y renunciadora, sino el golpe de audacia más inteligente que podemos realizar en la vida.
Pero debemos hacer inmediatamente una precisión: Jesús no nos pide renegar de “lo que somos”, sino de “aquello en lo que nos hemos convertido”. Nosotros somos imagen de Dios, somos por tanto algo “muy bueno”, como dijo Dios mismo en el momento de crear al hombre y la mujer. De lo que tenemos que renegar no es de lo que Dios ha hecho, sino de lo que hemos hecho nosotros, usando mal nuestra libertad. En otras palabras, las tendencias malas, el pecado, todas esas cosas que son como incrustaciones posteriores superpuestas al original.
El mundo que se asoma al tercer milenio está lleno de excluidos. Esta es una de las mayores denuncias a una sociedad que se construye sobre el orillamiento de los débiles.
«Las culebras sólo muerden a los descalzos» (Monseñor Romero) y los descalzos son voz profética que llama a las puertas de la Iglesia y grita: ¿Dónde y con quién estás? ¿Qué haces con la luz?
Sin embargo, el Espíritu que sopla donde quiere, suscita hoy personas que abren los ojos y el alma, abren las puertas y las ventanas, abren el corazón para estar con los excluidos de tierra y dignidad, de pan y de paz.
Todos los que abren los brazos a la solidaridad, los que ponen sal y luz en la oscuridad y el sinsentido, son la mejor continuación de María, la mujer que se estremeció cuando Dios le dijo que estaba con ella, cuando todo un Dios miró su pequeñez.
- Frente al deseo de «ser uno mismo», María es la mujer que acepta «ser desde otro». Esta aceptación la lleva al gozo y a la libertad. María es imagen de la Iglesia, que no sabe vivir sin su Señor.
- El saludo de Dios tiene una hermosísima traducción y concreción siempre que un ser humano le dice a otro: «Estoy contigo»; cuando se reinicia el diálogo entre los pueblos, y se acortan las distancias; cuando entre los hombres y mujeres de todos los mundos se establece un guiño de complicidad y las manos se unen en proyectos de solidaridad. .
- Dios está con el mundo, comprometido con todos los seres humanos. Por doquier ha dejado sus huellas. María le ha abierto el espacio para que pueda plantar su tienda. En ella comienza la Iglesia, en la que Dios habita.
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Mirando a María, sabemos que somos lugar para Dios. Mirando a Dios, sabemos que somos lugar para todos los excluidos. «Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura, y yéndolos mirando, con solo su figura, vestidos los dejó de hermosura» (Juan de la Cruz).
En el mensaje de Benedicto XVI a los participantes del 49º Congreso Eucarístico Internacional, realizado en Québec en junio de 2008, se destacó la frase: “La liturgia no nos pertenece”.
Me imagino que esas palabras no son solamente un llamado a la prudencia en el cuidado de las formas litúrgicas. Además de eso, que lo es, creo que esas palabras nos dicen que estamos, como pasa con otras cosas que son custodia de la Iglesia, ante un misterio que ni nosotros mismos conocemos plenamente.
Cuando Benedicto XVI dice: “La liturgia no nos pertenece a nosotros: es el tesoro de la Iglesia”, está incluyéndose a él mismo. A él, que sería uno de los más indicados, por su jerarquía, para decidir sobre reformas litúrgicas en la celebración eucarística. Pero no. Como se trata de algo de origen divino, se trata de un misterio que no podemos comprender en su totalidad. Y eso nos obliga a ser prudentes en su tratamiento.
Al comenzar un curso, al reincorporarse al trabajo, al volver al ritmo cotidiano de los días… Toca mirar hacia adelante. Tiene algo de monótono (vuelta a la rutina), y al tiempo algo de novedoso (¿qué me deparará este año?). Tiene algo de cómodo (ya se sabe lo que toca), pero también algo de inquietante (¿todo estará bien?).
Mi suelo está hecho de mi presente más habitual: nombres, horarios, rutinas, trabajo, problemas, obligaciones, ocio… Mi suelo está hecho de relaciones personales, algunas muy buenas, otras más difíciles. Está hecho de lo que me gusta hacer y lo que, aunque me disgusta, también me toca. Está hecho de las calles en las que me muevo, las gentes con las que comparto espacios, los libros pendientes, las horas libres y las saturadas… Mi suelo es este espacio en el que transcurre mi vida. Y en mi suelo está Dios.
Pero no basta con sumergirme en lo cotidiano y lo habitual. Necesito también un horizonte hecho de todas esas cosas que están por llegar, o hacia las que hay que caminar.
Un horizonte que me lanza hacia el futuro, y está constituido por proyectos, planes, propósitos… Lo que me gustaría que ocurra, lo que quiero que sea mi vida, y la de otros, lo que me gusta imaginar de aquí a junio, o incluso a junio del 2010 si me da por darle a la cabeza.Necesito pararme y saber que hay preguntas que me llevan lejos. Y, al mirar al frente, un poquito más allá de mi suelo, está Dios, llamándome…
Hace poco me contaron de un joven que se iba a ir como voluntario durante un mes en compañía de su novia y que había escrito una carta a un amigo diciéndole que aquello iba a ser la “prueba de fuego”. Para él era todo un riesgo la convivencia con su novia durante un mes. ¿Qué pensaría del matrimonio? Otro joven, más joven que el otro, que conocí deseaba ir como voluntario a un país en desarrollo. Su padre no le dejó porque “¿y si le pasaba algo?”.
La realidad es que nuestra capacidad de asumir riesgos es cada vez menor. Nuestro mundo, nuestra cultura, está obsesionada por la seguridad. Seguridad frente a la amenaza terrorista. Seguridad frente a los peligros de la naturaleza. Seguridad en las relaciones interpersonales. Seguridad frente a todo lo imaginable. Multiplicamos las medidas de protección hasta límites inimaginables.
El Evangelio de hoy es todo lo contrario. Jesús invita a Pedro a salir de la seguridad de la barca y adentrarse en el mar, en lo desconocido, allí donde no tiene la seguridad de la tierra firme debajo de sus pies. Jesús invita a Pedro a arriesgarse, a saltar sin red, a confiar simplemente en la presencia y en la fuerza de Jesús.
Fuera de la barca está Jesús que ofrece a Pedro, y a todos nosotros, una forma diferente de vivir caminando sobre las aguas. Se trata de salir de las pequeñas fronteras que nos hemos marcado, de lo habitual, de los prejuicios, de la forma común de pensar y de abrirnos a lo desconocido, al Padre de Jesús que envía su lluvia sobre todos, buenos y malos, que es compasivo y misericordioso, que nos convoca y compromete a hacer de este mundo su Reino, su familia, su casa, donde todos encuentren un lugar donde sentirse acogidos.
Como ya en el tiempo de Jesús, así también hoy el pan de cada día sigue siendo el problema principal para la mayor parte de la humanidad. Y los hombres de hoy no sufren sólo hambre del cuerpo, sino también hambre del espíritu, hambre del corazón, hambre de fraternidad y de amor.
Y nos damos cuenta que esto pasa porque los cristianos no hemos tomado muy en serio el mensaje del Evangelio, porque después de más de 2000 años de cristianismo no hemos logrado construir todavía un mundo de fraternidad.
Es Jesucristo quien alimenta a los hombres con su palabra de vida y, como en el Evangelio de hoy, les da de comer pan. Pero no sé si han notado la disposición que Jesús exige, antes de realizar este milagro, la orden que da, la condición que impone.
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