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«Llevamos este tesoro en vasijas de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Apretados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes la muerte de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo…» (2 Cor 4, 7-10)

¿Quién no pasa por temporadas malas? ¿Quién vive en un mundo de porcelana? ¿Quién camina sin horas oscuras? A todos nos llegan momentos en los que los problemas se agolpan. Unas veces es en forma de conflictos que nos llenan de preocupación. Otras veces nos golpean fracasos inesperados. Hay ocasiones en que nos falla la gente, hasta sin quererlo, sin poder evitarlo, tal vez sin saberlo… Y entonces nos invade la inquietud, nos martillean las sienes con la preocupación, las preguntas, las dudas y el sin sentido… Aprender a ser fuertes en esos momentos no es hacernos impermeables o impasibles. No es revestirnos de una capa de dureza que nos haga inmunes a las tormentas. No es compensar los problemas con otras satisfacciones, ni negar que existen, pues muchas veces son dolorosamente reales. Ser fuertes es ser capaces de caminar, aun heridos; de creer, aun agitados; de amar, aun vacíos.

No es más fuerte quien no llora, o quien no tiembla, o quien no vacila. No es más fuerte quien más grita o quien menos duda. No es más fuerte quien golpea con más contundencia. Es fuerte quien está dispuesto a arriesgarse, aunque en el camino el corazón se le atraviese una y mil veces. Quien se atreve a hablar en tiempos de silencio. A ser tenido por idiota por aventurarse a amar sin medida. Porque quien así vive y actúa no tendrá mucho descanso, pero sí una vida intensa, y apasionante, y apurará la humanidad en sí mismo y en los otros.

¿Alguna vez has caminado en medio de la tormenta? Cuando el viento se hace incómodo. Cuando la lluvia te cala hasta los huesos y el alma. Cuando cada paso supone un esfuerzo. Cuando muy lejos, en el horizonte, en el tiempo, suspiras por el calor del lugar seguro… Sólo si has pasado por el vendaval puedes apreciar en todos sus matices la calma. Sólo si te has visto superar las condiciones adversas eres consciente de todo lo que puedes llegar a hacer. Sólo entonces estás preparado para comprometerte con tantas causas que te van a arrojar en medio de torbellinos. Pero no idealices las tormentas: el corazón estará frío, los pies cansados, el espíritu abatido, el sentido escondido. Aun así, sigue adelante. Con la guía de quien es calma en la tormenta, luz en la oscuridad, paz en la guerra.

¡Sigue adelante!

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San Juan de la Cruz dice que Dios nos trata «al modo que la amorosa madre hace al niño tierno, al cual al calor de sus pechos, le calienta, y con leche sabrosa y manjar blando y dulce le cría y en sus brazos le trae y regala». Para acercarnos a este salmo necesitamos distanciarnos del lenguaje de la competitividad, del interés propio, de la eficacia, y escuchar otros lenguajes: el lenguaje del cariño, de la confianza, del amor de una madre que no sabe qué más locuras hacer para que su hijo no se pierda. ¿Qué más puede hacer Dios por nosotros?

 

Oigo un lenguaje desconocido:
«Retiré sus hombros de la carga,
y sus manos dejaron la espuerta.

Clamaste en la aflicción, y te libré,
te respondí oculto entre los truenos,
te puse a prueba junto a la fuente de Meribá.

Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti;
¡ojalá me escuchases, Israel!

No tendrás un dios extraño,
no adorarás un dios extranjero;
yo soy el Señor, Dios tuyo,
que te saqué del país de Egipto;
abre la boca que te la llene».

Pero mi pueblo no escuchó mi voz,
Israel no quiso obedecer:
los entregué a su corazón obstinado,
para que anduviesen según sus antojos.

¡Ojalá me escuchase mi pueblo
y caminase Israel por mi camino!:
en un momento humillaría a sus enemigos
y volvería mi mano contra sus adversarios;

los que aborrecen al Señor te adularían,
y su suerte quedaría fijada;
te alimentaría con flor de harina,
te saciaría con miel silvestre.

Salmo 80, 7-17

 

Escucha este lenguaje nuevo, sorprendente y guárdalo en el corazón:

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,18). «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1). «Retiré tus hombros de la carga, te respondí, te puse a prueba…» «¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, mi pueblo, que no se lo haya hecho yo» (Is 5,4).

 

 La humanidad espera escuchar nuevos lenguajes. ¿Quién los pronunciará?

del-piombo-j-cruz-a-cuestasLos que viven en clima de violencia necesitan oír el lenguaje nuevo de la paz.

Los que viven en el miedo y la desconfianza necesitan oír el lenguaje de la confianza.

Los que llevan mil heridas por dentro y por fuera necesitan oír el lenguaje entrañable de la ternura.

Los que mueren de hambre cada día necesitan escuchar urgentemente el lenguaje nuevo del pan compartido.

Los que viven alejados de la fe necesitan escuchar el lenguaje de Dios: «os quiero con locura». 

 

 

«Estoy convencido de que la música es verdaderamente el lenguaje universal de la belleza. Es capaz de unir entre sí a los hombres de buena voluntad en toda la Tierra y de llevarles a alzar la mirada hacia lo Alto para abrirse al bien y a la Belleza absolutos, que tienen su manantial último en el mismo Dios. Al echar un vistazo restrospectivo a mi vida, doy gracias a Dios por haberme puesto junto a la música, como una compañera de viaje, que siempre me ha ofrecido consuelo y alegría.»

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En el fondo, solo el amor de Dios puede curar las inmensas heridas que nos deja la vida. Los principales destinatarios de Cristo son los sufrientes, y entre ellos, por derecho propio, los enfermos, que, como decía Juan Pablo II, son el tesoro de la Iglesia. Estoy convencido de que si, en este momento, nos dedicásemos, toda la Iglesia, a los que sufren, otro gallo cantaría. Si recorriésemos los caminos de la vida, sanando los corazones destrozados, al servicio de los que viven sin ninguna esperanza, escuchando a la gente que vive como ovejas sin pastor, otro gallo cantaría.

Nuestra tierra, nuestra gente, tiene la impresión real de una profunda soledad, de sufrimientos enormes que no se pueden compartir con nadie, de dramas que la Humanidad a veces vive sola. Sin lugar a dudas, el Señor sigue estando presente, alentando y curando los corazones destrozados; pero también es verdad que es misión de su Iglesia. Nosotros también tenemos que, como Jesús, pasar haciendo el bien. Son muchos los que buscan un consuelo que no encuentran; por eso es tan necesario que nos dediquemos, sobre todo, a la gente que sufre. Es necesario volver al corazón humano; estar cerca de los enfermos; acudir a los que nos necesitan y ser capaces de transmitir la fe, que es el antídoto contra toda soledad. El sufrimiento tiene fecha de caducidad cuando vivimos el gozo del amor de Dios y compartimos con nuestros hermanos. ¿Te atreves?

El Evangelio, que siempre es buena noticia, es también una puerta abierta a la esperanza. Ayer, como hoy, Jesús recorre todos los caminos de la vida, sembrando un estilo y una manera nueva de vivir. Nada de fatalismos. Nada de maldecir la oscuridad. Hay que encender luces a todos aquellos que, en medio del mundo, viven siempre buscando la salvación que tiene un nombre: Jesucristo.

Francisco Cerro

 

Evangelio del IV Domingo del Tiempo Ordinario: Marcos 1, 29-39

anastasis-resurreccionEn aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles.
Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les dejaba hablar.
Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca».
Él les respondió:«Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido».
Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando demonios.

 

 

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 «Pablo, el evangelizador incansable, nos ha indicado el camino de la audacia misionera y la voluntad de acercarse a cada realidad cultural con la Buena Noticia de la salvación»

El pueblo creyente es el pueblo del «escucha, Israel», pero también del «levanta los ojos y ve». En nuestro peregrinar decimos, como Job: «Te conocía de oídas», pero solo encontramos la paz plena cuando, como él, llegamos al «¡ahora te han visto mis ojos, esta misma carne verá al Señor!».

La Palabra y la imagen se llaman una a la otra, se complementan en una única Revelación. Dios nos habló por medio de los profetas hasta que la Palabra, el Hijo de Dios, se hizo visible, se hizo uno de nosotros. «Dichosos ustedes por lo que oyen y lo que ven», dice Jesús.

Cristo cura a los sordos y abre los ojos de los ciegos para que el hombre pueda «ver» y «escuchar»: «Quien me ve a mi, ve al Padre».

San Pablo escucha y ve a Cristo resucitado y lo anuncia con la Palabra: «la escucha» y el tes­timonio: el «ver», la imagen. San Gregorio de Niza decía: «Tu gloria, oh Cristo, es el hombre, a quien has hecho cantante de tu resplandor».

El destino del mundo está pendiente de la actitud inventiva, creadora de la Iglesia, en su arte de presentar el mensaje del Evangelio a fin de que sea recibido por todos los hombres. Y la cultura es un espacio de intercambio, de encuentro del hombre con el otro y con Dios. Estamos en la cultura de la imagen, en la era de lo visual y de la comunicación.

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Cuarenta días después de la Navidad, la Iglesia revive hoy el misterio de la presentación de Jesús en el templo. Lo revive con el estupor de la Sagrada Familia de Nazaret, iluminada por la revelación plena de aquel «niño» que es el juez escatológico prometido por los profetas (cf. Ml 3, 1-3), el «sumo sacerdote compasivo y fiel» que vino para «expiar los pecados del pueblo» (Hb 2, 17).  El niño, que María y José llevaron con emoción al templo, es el Verbo encarnado, el Redentor del hombre y de la historia.

Hoy, conmemorando lo que sucedió aquel día en Jerusalén, somos invitados también nosotros a entrar en el templo para meditar en el misterio de Cristo, unigénito del Padre que, con su Encarnación y su Pascua, se ha convertido en el primogénito de la humanidad redimida. Así, en esta fiesta se prolonga el tema de Cristo luz, que caracteriza las solemnidades de la Navidad y de la Epifanía.

«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32). Estas palabras proféticas las pronuncia el anciano Simeón, inspirado por Dios, cuando toma en brazos al niño Jesús. Al mismo tiempo, anuncia que el «Mesías del Señor» cumplirá su misión como «signo de contradicción» (Lc 2, 34). En cuanto a María, la Madre, también ella participará personalmente en la pasión de su Hijo divino (cf. Lc 2, 35).

Por tanto, en esta fiesta celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María, y consagración de todos lo que siguen a Jesús por amor al Reino.

Juan Pablo II, 2002
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En tiempo de Jesús, la ley prescribía en el Levítico que toda mujer debía presentarse en el templo para purificarse a los cuarenta días que hubiese dado a luz. Si el hijo nacido era varón, debía ser circuncidado a los ocho días y la madre debería permanecer en su casa durante treinta y tres días más, purificándose a través del recogimiento y la oración.

Ya que se cumpliera la fecha, acudía en compañía de su esposo a las puertas del templo para llevar una ofrenda: un cordero y una paloma o tórtola. Con respecto al niño, todo primogénito debía ser consagrado al Señor, en recuerdo de los primogénitos de Egipto que había salvado Dios.

José y María llevaron a Jesús al templo de Jerusalén. Como eran pobres, llevaron dos palomas blancas. Al entrar al templo, el anciano Simeón, movido por el Espíritu Santo, tomó en brazos a Jesús y lo bendijo diciendo que Él sería la luz que iluminaría a los gentiles. Después, le dijo a María que una espada atravesaría su alma, profetizando los sufrimientos que tendría que afrontar.

El día 2 de febrero de cada año, se recuerda esta presentación del Niño Jesús al templo, llevando a alguna imagen del Niño Dios a presentar a la iglesia o parroquia. También ese día, se recuerdan las palabras de Simeón, llevando candelas (velas hechas de parafina pura) a bendecir, las cuales simbolizan a Jesús como luz de todos los hombres. De aquí viene el nombre de la “Fiesta de las candelas” o el “Día de la Candelaria”.

Es una fiesta que podemos aprovechar para reflexionar acerca de la obediencia de María y para agradecer a Jesús que haya venido a iluminar nuestros corazones en el camino a nuestra salvación eterna.

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La sociedad, todo el mundo lo sabe, no funciona sin una autoridad clara y definida. Da la impresión de que sin ella hombres y mujeres tenemos una cierta tendencia al caos. Los teóricos de la organización social dicen que la democracia es el mejor sistema posible pero también dicen que nos hacen falta líderes con fuerza, capaces de arrastrar y de movilizar la fuerza de todos los que forman la sociedad en vistas a conseguir el objetivo común, que, en principio, se supone que es el bienestar general de todos los miembros de la sociedad. 

Hasta aquí la teoría. La verdad es que muchas veces, demasiadas diría, la autoridad no está puesta al servicio del bien común sino de los intereses particulares de un grupo. La verdad es que muchas veces, demasiadas, la autoridad se ejerce a través de la fuerza y de la imposición. Y no siempre por medios acordes con la leyes vigentes o con los derechos humanos. Esa es la realidad. Luego viene la manipulación de los medios de comunicación que nos persuaden de que “no se podía hacer otra cosa” o de que “era mejor para todos” o divulgan directamente mentiras para ocultar la realidad. Esa es la verdad.

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Lo de Jesús es otra cosa. El Evangelio de este domingo repite por dos veces que Jesús tiene un autoridad nueva y diferente. Jesús no enseña como los doctores de la ley sino “con autoridad”. Luego Jesús expulsa el espíritu inmundo que poseía y esclavizaba a aquel hombre y los que lo ven reconocen de nuevo su “enseñar con autoridad es nuevo”. 
¿Qué es lo que sucede? ¿Cuál es la novedad de Jesús? Para empezar hay que recordar que Jesús no dispone de policía ni ejércitos ni mucho menos de jueces que apliquen sus leyes y normas. Por lo mismo, carece de gabinete de prensa que difunda las ideas que a él le interese que lleguen a la gente. Nada de eso. 

Jesús se acerca a la gente con las manos desnudas. Le sigue un grupillo de gente simple y sin estudios especiales (no había que estudiar mucho en la época para ser pescador, por ejemplo). Jesús no impone ni obliga. Sencillamente se acerca a las personas, habla con ellas y dice lo que piensa. Habla de Dios porque es lo que lleva en el centro de su corazón. Pero su Abbá no es un Dios lejano y amenazador sino un padre cercano, lleno de misericordia y perdón. Es un Dios que quiere la vida del hombre y no su muerte.

Jesucristo no sólo habla. También actúa. Y su forma de actuar es liberadora. No lanza nuevas normas que obliguen a las personas a someterse. Lo suyo es liberar a la persona de todo lo que la oprime. Como el endemoniado de este domingo. El hombre oprimido queda liberado por la acción de Jesús. Ahora es capaz de enderezarse, levantarse y caminar por sí mismo. El endemoniado es ahora libre. Así es la autoridad de Jesús. Libera y no esclaviza. Da vida y no muerte. 

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CREER PARA VER

Padre, en aquellos momentos en que cuestionan mi fe; dame serenidad y fuerza.

Señor, cuando yo mismo me pregunte quién soy y quién eres para mí; ayúdame a sentir Tu Amor.

Que crea, Padre, como el ciego, que confíe en Ti, que espere en Ti y que descubra quién eres en mi vida.

Que me aferre, Señor, al Padre que ama, que cuida y protege a sus hijos. Y me aleje de la imagen castigadora y distante del fariseo.

Porque al final siempre eres ternura, entrega y generosidad.

Que la oración sea mi agua de Siloé, que tu Palabra sea el encuentro en el camino,
que mi fe sea mi vista.

Que no se cierren mis ojos,
que vea al mirar, que me deje hacer por Ti como el ciego de Siloé.

Y que mi boca bendiga tu nombre por haber experimentado tu Amor recibido. Amén.

Víctor MB

febrero 2009
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