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Después de tantos domingos celebrando la pascua, la resurrección del Señor, llegamos a lo central de la vida cristiana: el amor. Hoy las tres lecturas dan vueltas a lo mismo: la cuestión es amar. Ahí es donde se juega nuestro seguimiento, nuestra fe en Dios. Ser cristiano no es solamente cuestión de recitar el credo ni de comprender perfectamente cada una de sus expresiones. Tampoco es solo cuestión de participar en la liturgia de la Iglesia ni de cantar salmos todo el día ni de hacer mucha penitencia y sacrificios. No es cuestión de ser más o menos pobres. Ni siquiera es cuestión de rezar muchas horas o de hacer los ejercicios ignacianos.
Todo eso esta bien. Ayuda. Pero no es la clave, lo central, lo importante está bien claro en la segunda lectura: “Amémonos unos a otros ya que el amor es de Dios”. Y podríamos añadir, citando también a Juan: “Porque Dios es amor”. Y no hay otra forma de conocer a Dios, de vivir a Dios, de seguir a Jesús, que amando. Y amando como Dios, que acoge a todos y no hace distinciones.
Hay una cuestión que no hay que olvidar en esto del amor: es que él nos amó primero. No hay que olvidarlo nunca. Lo nuestro es amor de respuesta, por así decir. No tenemos más que volver los ojos a él para darnos cuenta. Lo nuestro no es más que agradecimiento, acción de gracias. Si se quiere, lo mínimo que puede hacer una persona educada ante el que le tiende la mano en la dificultad.
PEREGRINACIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI A TIERRA SANTA
«Me haré peregrino de paz, en el nombre del único Dios
que es Padre de todos».
«Jesus, remember me when you come in to your kingdom.
Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino»
«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda, para que dé más fruto».
En su enseñanza Jesús parte con frecuencia de cosas familiares para cuantos le escuchan, cosas que estaban ante los ojos de todos. Esta vez nos habla con la imagen de la vid y los sarmientos.
Jesús expone dos casos. El primero, negativo: el sarmiento está seco, no da fruto, así que es cortado y desechado; el segundo, positivo: el sarmiento está aún vivo y sano, por lo que es podado. Ya este contraste nos dice que la poda no es un acto hostil hacia el sarmiento. El viñador espera todavía mucho de él, sabe que puede dar frutos, tiene confianza en él. Lo mismo ocurre en el plano espiritual. Cuando Dios interviene en nuestra vida con la cruz, no quiere decir que esté irritado con nosotros. Justamente lo contrario.
Pero ¿por qué el viñador poda el sarmiento y hace «llorar», como se suele decir, a la vid? Por un motivo muy sencillo: si no es podada, la fuerza de la vid se desperdicia, dará tal vez más racimos de lo debido, con la consecuencia de que no todos maduren y de que descienda la graduación del vino. Si permanece mucho tiempo sin ser podada, la vid hasta se asilvestra y produce sólo pámpanos y uva silvestre.
Lo mismo ocurre en nuestra vida. Vivir es elegir, y elegir es renunciar. La persona que en la vida quiere hacer demasiadas cosas, o cultiva una infinidad de intereses y de aficiones, se dispersa; no sobresaldrá en nada. Hay que tener el valor de hacer elecciones, de dejar aparte algunos intereses secundarios para concentrarse en otros primarios. ¡Podar!
Esto es aún más verdadero en la vida espiritual. La santidad se parece a la escultura. Leonardo da Vinci definió la escultura como «el arte de quitar». Las otras artes consisten en poner algo: color en el lienzo en la pintura, piedra sobre piedra en la arquitectura, nota tras nota en la música. Sólo la escultura consiste en quitar: quitar los pedazos de mármol que están de más para que surja la figura que se tiene en la mente. También la perfección cristiana se obtiene así, quitando, haciendo caer los pedazos inútiles, esto es, los deseos, ambiciones, proyectos y tendencias carnales que nos dispersan por todas partes y no nos dejan acabar nada.
Un día, Miguel Ángel, paseando por un jardín de Florencia, vio, en una esquina, un bloque de mármol que asomaba desde debajo de la tierra, medio cubierto de hierba y barro. Se paró en seco, como si hubiera visto a alguien, y dirigiéndose a los amigos que estaban con él exclamó: «En ese bloque de mármol está encerrado un ángel; debo sacarlo fuera». Y armado de cincel empezó a trabajar aquel bloque hasta que surgió la figura de un bello ángel.
También Dios nos mira y nos ve así: como bloques de piedra aún informes, y dice para sí: «Ahí dentro está escondida una criatura nueva y bella que espera salir a la luz; más aún, está escondida la imagen de mi propio Hijo Jesucristo -nosotros estamos destinados a «reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29. Ndt-; ¡quiero sacarla fuera!». ¿Entonces qué hace? Toma el cincel, que es la cruz, y comienza a trabajarnos; toma las tijeras de podar y empieza a hacerlo. ¡No debemos pensar en quién sabe qué cruces terribles! Normalmente Él no añade nada a lo que la vida, por sí sola, presenta de sufrimiento, fatiga, tribulaciones; sólo hace que todas estas cosas sirvan para nuestra purificación. Nos ayuda a no desperdiciarlas.
El Evangelio de Pascua nos habla de una mujer, Maria Magalena, que llora, llena de desconcierto, como si la muerte de Jesús hubiera sellado el fracaso de todas sus esperanzas. Sin embargo, mientras que, por miedo, los apóstoles de Jesús se han encerrado, ella va a la tumba. Este gesto expresa no solamente su duelo, sino también una espera,, por muy confusa que ella esté . Es la espera de un amor, que ningún sufrimiento por grande que sea puede hacer desaparecer por completo.
Entonces Jesús, el Resucitado, viene hacia ella. Ocurre de una manera completamente inesperada, no triunfalmente, sino tan humildemente que ella no le reconoce, ella le toma por el jardinero. Y Jesús la llama por su nombre, « María », esto va a cambiarlo todo. María reconoce en su corazón la voz de Jesús. Ella se vuelve hacia él y le llama a su vez : « Rabbuní, Señor. » Una vida nueva comienza en ella , tiene confianza en que Jesús está cerca , aunque su presencia sea en adelante diferente. Luego el Resucitado la envia: « Vete donde mis hermanos y diles que ¡he resucitado! » Su vida recibe un sentido nuevo, ella tiene una tarea que cumplir.
También nosotros, somos como María Magdalena junto a la tumba. Como en ella, hay en nosotros una espera, con frecuencia, cuestiones que no están resueltas. La espera, la experimentamos a veces como una carencia o un vacio. La manifestamos quizá mediante un grito de angustia o sin palabras, con un simple suspiro. Desde ahí nuestro ser comienza a abrirse a Dios. Es la espera, aunque confusa, de una comunión, que nos ha hecho vivir ya de la confianza en Dios.
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