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Danos hoy nuestro pan de cada día…
De Teresa sabemos que es una luchadora empedernida para que el Pan de la Eucaristía pueda ser comulgado por todos en el día -cosa difícil entonces-, para que todos puedan experimentar el beso amoroso de Jesús . Para ella «pedir el pan» es un medio más de hacerse pequeña y pobre, ya que sabe que «hasta en las casas de los pobres se da a los niños lo que necesitan». Demostrando también que uno desea vivir el momento presente, sin agobios.
En las dificultades, pone toda su confianza en Dios. Enseña a sus hermanas a no tomarse las cosas demasiado a pecho, a no atormentarse en los oficios, sino a hacerlo todo con paz y libertad de espíritu. Tiene, en fin, otro modo sublime de vivir esto del «pan nuestro»: poniendo espontáneamente al servicio de los demás todo lo que recibe. «Si alguna vez se me ocurre pensar y decir algo que les gusta a mis hermanas, me parece completamente natural que se apropien de ello como de un bien suyo. Ese pensamiento pertenece al Espíritu y no a mí».
Santa Teresa de Lisieux oró y vivió de un modo peculiar la oración del Padrenuestro. Nos lo explica en una de sus confidencias espontáneas:
«A veces cuando mi espíritu está tan seco que me es imposible sacar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio el «Padrenuestro», y luego la salutación angélica. Entonces estas oraciones me encantan y alimentan mi alma mucho más que si las rezase precipitadamente un centenar de veces».
Bartimeo, el ciego de Jericó, es un hombre que vive a oscuras. Ya ha oído de Jesús, y de sus curaciones y milagros… Y ese día escucha ruidos desacostumbrados. Pregunta qué ocurre y se entera que es Jesús de Nazaret que pasa por el camino. Al oírlo se llenó de fe su corazón. Jesús era la gran oportunidad de su vida. Y comenzó a gritar con todas sus fuerzas:¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!. En su alma, la fe se hace oración.
Reflexiona San Agustín esta escena diciendo: También nosotros tenemos cerrados los ojos y el corazón y pasa Jesús para que clamemos. Tenemos que gritarle con la oración y con las obras. Debemos pedir ayuda al Señor.
En este domingo dedicado a las misiones, me dirijo ante todo a vosotros, Hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal, y también a vosotros, hermanos y hermanas de todo el Pueblo de Dios, para exhortar a cada uno a reavivar en sí mismo la conciencia del mandato misionero de Cristo de hacer “discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19), siguiendo los pasos de San Pablo, el Apóstol de las Gentes.
“Las naciones caminarán a su luz” (Ap 21,24). Objetivo de la misión de la Iglesia es, en efecto, iluminar con la luz del Evangelio a todos los pueblos en su camino histórico hacia Dios, para que en Él tengan su realización plena y su cumplimiento. Debemos sentir el ansia y la pasión por iluminar a todos los pueblos con la luz de Cristo, que brilla en el rostro de la Iglesia, para que todos se reúnan en la única familia humana, bajo la paternidad amorosa de Dios.
En esta perspectiva los discípulos de Cristo dispersos por todo el mundo trabajan, se esfuerzan, gimen bajo el peso de los sufrimientos y donan la vida. Reafirmo con fuerza lo que ha sido varias veces dicho por mis venerados predecesores: la Iglesia no actúa para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo, salvación del mundo. Nosotros no pedimos sino el ponernos al servicio de la humanidad, especialmente de aquella más sufriente y marginada, porque creemos que “el esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo… es sin duda alguna un servicio que se presta a la comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad” (Evangelii nuntiandi, 1), la cual “está conociendo grandes conquistas, pero parece haber perdido el sentido de las realidades últimas y de la misma existencia” (Redemptoris missio, 2).
Padre, en aquellos momentos en que cuestionan mi fe,
dame serenidad y fuerza.
Señor, cuando yo mismo me pregunte quien soy y quien eres para mí,
ayúdame a sentir tu Amor.
Que crea Padre, como el ciego,
que confíe en Ti, que espere en Ti…
y que descubra quién eres en mi vida.
Que me aferre, Señor, al Padre que ama, que cuida y protege a sus hijos.
Y me aleje de la imagen castigadora y distante del fariseo…
Porque al final siempre eres ternura, entrega y generosidad.
Que la oración sea mi agua de Siloé,
que tu Palabra sea el encuentro en el camino,
que mi fe sea mi vista,
que no se cierren mis ojos, que vea al mirar.
Que me deje hacer por Ti como el ciego de Siloé…
Y que mi boca bendiga tu nombre por haber experimentado tu Amor recibido.
En este texto seleccionado de Edith Stein se nos invita a conocer nuestra propia interioridad para abrirnos a la gracia y aceptar con disponibilidad la voluntad de Dios en cada amanecer.
“Lo que nosotros podemos y tenemos que hacer es: abrirnos a la gracia. Esto significa renunciar totalmente a nuestra propia voluntad, para entregarnos totalmente a la voluntad divina, poniendo nuestra alma, dispuesta a recibirle y dejarse modelar por El, en las manos de Dios. Este es el contexto primario que nos permite vaciarnos de nosotros mismos y alcanzar un estado de paz interior.
Nuestra interioridad se ve colmada por propia naturaleza de muy diversas maneras hasta tal punto, que una cosa empuja a la otra y todas ellas mantienen el alma en un movimiento constante; a menudo incluso en conflicto y perturbación. Las obligaciones y preocupaciones del día se acumulan en nuestro entorno en el momento mismo de despertarnos por la mañana, si es que no interrumpieron ya la tranquilidad de la noche. En ese momento se plantean ya cuestiones tan incómodas como estas: ¿Cómo puedo sobrellevar tantas cosas en un solo día? ¿Cuándo podré hacer esto o aquello? ¿Cómo puedo solucionar tal o cual problema? Parece que quisiéramos lanzarnos agitadamente o precipitarnos sobre los acontecimientos del día, para poder tomar las riendas en las manos y decir: ¡hecho!
Pero realmente importante es no dejarse turbar en ese momento: mi primera hora en la mañana le pertenece al Señor. Hoy quiero ocuparme de las obras que el Señor quiere encomendarme y El me dará la fuerza para realizarlas. De esa manera quiero subir al altar del Señor. Aquí no está en juego mi propia persona o mis cuestiones personales, pequeñas y sin importancia, aquí se trata de la gran ofrenda expiatoria. Yo puedo participar de ella para purificarme y llenarme de alegría y para ofrecerme en el altar con todas mis obras y mis sufrimientos.
Elisama era un hombre afortunado. Gozaba de excelente reconocimiento en Jerusalén, su lugar habitual de residencia. La mansión en que vivía estaba situada en el barrio más lujoso de la ciudad, era muy amplia y revelaba el buen gusto de su propietario. Elisama tenía tres hijas que eran el encanto de sus ojos. El hijo, Elifeleth, era un joven formal, prometedor, un chico verdaderamente legal. Pero llevaba varios meses enfermo: una rara melancolía se había apoderado de él, los médicos consultados no acertaban con el remedio para aquel estado de postración. Ni la bonanza del clima, ni el cariño de las hermanas, ni la presencia del padre liberaban al joven de la negra pena que se le había inflitrado en la más profunda entraña.
Elifeleth era el joven del relato evangélico de hoy. No lo acabo de inventar. Leed Las figuras de la Pasión del Señor, una obra de Gabriel Miró, si queréis conocer más a fondo al personaje. El escritor valenciano casi no hace otra cosa que desarrollar el apunte que nos ofrece el evangelista: “a estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico”.
“Yo me sé sostenida y este sostén me da calma y seguridad. Ciertamente no es la confianza segura de sí mismo del hombre que, con su propia fuerza, se mantiene de pie sobre el suelo firme, sino la seguridad suave y alegre del niño que reposa sobre un brazo fuerte, es decir, una seguridad que, vista objetivamente, no es menos razonable».
Edith Stein. De Ser finito y ser eterno.
Seguridad, ésta es una palabra importantísima para el mundo de hoy. Nos sentimos amenazados por mil y una realidades, pero también por numerosos fantasmas que sirven a intereses poderosos. Una sociedad bajo amenaza es siempre susceptible de vender su libertad a cambio de “seguridad”. Pero ¿qué seguridad nos venden?
En medio de esta complejidad, encontramos demasiadas veces personas que se sienten incapaces de sostenerse sobre sus propios pies: mantener sus convicciones, apostar por algo en la vida, emprender nuevos retos, descubrir otros horizontes… en resumen, vivir convencidos de que pueden mantenerse en pie en medio de los cambios, la inseguridad y las incertidumbres de la vida.
Entre una sociedad blindada y unas personas frágiles, parece que no se puede encontrar una salida. Edith Stein, con su peculiar sensibilidad ante lo oscuro de nuestra humanidad, nos ayuda a volver la mirada hacia la fuente de la Vida. Hay muchas ofertas: para nuestras necesidades, para nuestros deseos; ofertas de sentido y de amor, de metas y de proyectos. La que nos ofrece Edith está más allá de nuestras manos y se encuentra en las manos de Otro que nos sale al encuentro desde el interior de nuestra propia debilidad.
Cuando las personas conocen la postura de la Iglesia sobre el divorcio, la reacción más común es el escándalo: «… entonces, qué quiere la Iglesia, que si no son felices continúen sufriendo juntos…» ; «La Iglesia es muy injusta con los divorciados…»; «Seguro que Jesús hubiese tenido más misericordia…». Desconocen nuestros amigos que Jesús fue infinitamente más radical. El Señor llegó a decir que si alguien casado miraba a otra deseándola en su corazón —fíjate que ni siquiera hace alusión a los físico—, ya había cometido adulterio…
¿Es tan inhumana nuestra fe con los seres humanos? ¿Vivimos en una fe que no entiende los problemas y dificultades de las personas de hoy? Es el tema de siempre. Hacer que Dios se haga presente en nuestra vida significa adquirir un estilo de vida según el Evangelio. Cuando una pareja ilusionada va a casarse por la Iglesia, descubrimos que en la mayoría de los casos no viven una vida previa de fe. De esta manera el contenido real de lo que significa el matrimonio queda poco menos que ignorado.
¿Por qué se casa la gente por la Iglesia? No seamos ingenuos, todos lo sabemos. En la mayoría de los casos el planteamiento menos importante es el de la fe. Se va a las charlas prematrimoniales a regañadientes, se quiere convertir la Iglesia en un bosque floreado, y cuando se reparten las invitaciones de boda, se les olvida invitar a Dios a la propia celebración. No soy catastrofista. Soy realista. Siempre me ha llamado la atención la facilidad que tenemos en la Iglesia para hacer la vista gorda ante los intereses del Evangelio. Miramos para otro lado, ponemos disculpas, pero la acción del Evangelio queda muchas veces oscurecidas bajo el nombre de «la prudencia», que, en el fondo, es el reflejo de una cobardía mal disimulada.
¿Jesús, provocado por sus interlocutores, toca el tema del divorcio, un tema más que difícil por la carga de sufrimiento que proporciona tal institución. En pocos temas como el divorcio necesitamos los agentes de pastoral más amor, más acogida y… sentido, mucho sentido común. Vayamos por partes.
Queridos amigos, no es difícil constatar que en todo joven hay una aspiración a la felicidad, quizás mezclada con un sentimiento de inquietud; una aspiración que sin embargo a menudo la actual sociedad de consumo aprovecha de forma falsa y alienante. Es necesario en cambio valorar seriamente el anhelo a la felicidad que exige una respuesta verdadera y exhaustiva. A vuestra edad se realizan de hecho las primeras grandes elecciones, capaces de orientar la vida hacia el bien o hacia el mal. Por desgracia no son pocos vuestros coetáneos que se dejan atraer por espejismos ilusorios de paraísos artificiales para encontrarse después en una triste soledad. Hay también sin embargo muchos chicos y chicas que quieren transformar, como ha dicho vuestro portavoz, la doctrina en acción para dar un sentido pleno a sus vidas.
Os invito a todos a mirar a la experiencia de san Agustín, que decía que el corazón de toda persona está inquieto hasta que no encuentra lo que verdaderamente busca. Y él descubrió que sólo Jesucristo era la respuesta satisfactoria al deseo, suyo y de cada hombre, de una vida feliz, llena de significado y de valor.
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