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Algunos comentaristas hacen notar que los pastores, las almas sencillas, han sido los primeros en ir a ver a Jesús. Los sabios llegaron mucho más tarde. En efecto, los pastores estaban allí al lado, y los sabios vivían lejos. Debían recorrer un camino largo y difícil.
Pues bien, también hoy hay almas sencillas y humildes que viven muy cerca del Señor. Por decirlo así, son sus vecinos, y pueden ir a encontrarlo fácilmente. Pero la mayor parte de nosotros, hombres modernos, vive lejos de Jesucristo. Vivimos en filosofías, en negocios y ocupaciones que nos llenan totalmente y desde las cuales el camino hasta el pesebre es muy largo.
Dios debe impulsarnos continuamente y de muchos modos, y darnos una mano para que podamos salir del enredo de nuestros pensamientos y de nuestros compromisos, y así encontrar el camino hacia Él. Pero hay sendas para todos. El Señor va poniendo hitos adecuados a cada uno. Él nos llama a todos.
Benedicto XVI, 24-12-2009
En este tiempo Navidad, el mismo aire se llena de deseos, entremezclados sí, pero rondando en todos ese íntimo sueño que trae el nacer del Niño: Amor. Son muchas las formas del Amor, ese tan de nuestro Señor, el Señor de todos tanto si le acogen como si le rechazan. Y hablamos de paz, de justicia, de solidaridad, de fraternidad, de gozo y alegría… Hablamos de Dios-con-nosotros.
Al acercarnos a este misterio de Dios hecho hombre, Edith Stein nos ofrece la profunda meditación de quien vivió intensamente en el corazón divino y en el corazón de la humana historia. Llega la luz, ¿podemos verla ya quebrando la oscuridad? Porque no podemos olvidar, si somos fieles a Cristo, las oscuridades que hoy como ayer cubren nuestro mundo. Hemos de mirarlas con toda la fuerza de su concreción. El pecado, el mal o el dolor no son abstracciones poéticamente trágicas, sino siempre rostros y nombres y situaciones que no podemos dejar caer en el olvido. Por eso, Edith, desde la fe exultante en el Dios encarnado, afirma: “La estrella de Belén es, incluso hoy, una estrella en la noche oscura.”
Cada año revivimos este misterio central de nuestra vida creyente: el Hijo de Dios se hizo Hombre. La Luz divina rasga la oscuridad que nos envuelve, que impregna nuestros corazones, nuestras relaciones, nuestra historia. Algo en la humanidad persiste cerrado ante el Amor: “Las tinieblas cubrían la tierra y Él vino como la luz que alumbra en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron.”
Hay una frase de Dostoievski que me está acompañando en estos meses, a la hora de hablar del cristianismo a personas muy diferentes, tanto en Italia como en el extranjero: «Un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, creer verdaderamente, en la divinidad de Jesucristo, el Hijo de Dios?». Esta pregunta es un reto para cada uno de nosotros. De cómo se responda a ella depende el éxito de la fe en nuestros días.
En un discurso de 1996, el entonces cardenal Ratzinger respondía que la fe seguirá siendo válida hoy «porque se corresponde con la naturaleza del hombre. En el hombre hay un anhelo y una nostalgia inextinguibles de lo infinito». Y además indicaba la condición necesaria: para poner de manifiesto todo el alcance de su pretensión, el cristianismo necesita encontrar la humanidad que late en cada uno de nosotros.
«Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor»
Dondequiera que haya un «nosotros» que acoge el amor de Dios, allí resplandece la luz de Cristo, incluso en las situaciones más difíciles.
La Iglesia, como la Virgen María, ofrece al mundo a Jesús, el Hijo que ella misma ha recibido como un don, y que ha venido para liberar al hombre de la esclavitud del pecado. Como María, la Iglesia no tiene miedo, porque aquel Niño es su fuerza. Pero no se lo guarda para sí: lo ofrece a cuantos lo buscan con corazón sincero, a los humildes de la tierra y a los afligidos, a las víctimas de la violencia, a todos los que desean ardientemente el bien de la paz.
También hoy, dirigiéndose a la familia humana profundamente marcada por una grave crisis económica, pero antes de nada de carácter moral, y por las dolorosas heridas de guerras y conflictos, la Iglesia repite con los pastores, queriendo compartir y ser fiel al hombre: «Vamos derechos a Belén» (Lc 2,15), allí encontraremos nuestra esperanza.
Del Mensaje de Navidad de Benedicto XVI, 25-12-2009
Fue como una extraña lotería que tocó sin haber jugado, sin merecerla, pero que tuvo tino. Y explotó una alegría regalada y sin fecha de caducidad. Todos los profetas que en el mundo han sido, han sufrido el vértigo de anunciar esperanza a un pueblo desesperanzado; anunciar alegría, a gentes resignadas a tristeza y luto: ¿veis el desierto y los yermos, el páramo y la estepa? Pues florecerán como el narciso, y sonreirán con un gozo verdadero. ¿Os abruma la soledad, que vuestra situación no hay nada ni nadie que la pueda cambiar? Pues no pactéis con la tristeza y que el miedo no llene vuestro corazón, sed fuertes, no temáis: vuestro Dios viene en persona, para resarciros y salvaros.
Y como quien está ciego y vuelve a la luz, como quien renquea de cojera y salta cual cervatillo, como mudo amilanado que consigue cantar…, así veréis terminar vuestro destierro, soledad, tristeza, pesadumbre…, y volveréis a vuestra tierra como rescatados del Señor. Esta explosión de vida que tiene la huella creadora del único Hacedor, se prolonga en el Evangelio: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. La alegría profetizada por Isaías encontrará su plenitud en Jesús.
Cada uno tendrá que reconocer cuáles son sus desiertos, sus yermos, sus páramos; y poner biográficamente nombre a la ceguera, la sordera, la cojera o la mudez que nos embargan. Pero es en toda esa situación donde hemos de esperar a quien viene para rescatarnos de la muerte, de la tristeza, del fatalismo. Somos llamados a testimoniar ante el mundo esa alegría que nos ha acontecido, que se ha hecho también para nosotros el rostro, la carne y la historia de Jesucristo: id y anunciad no las fantasías que se os ocurran, sino lo que estáis viendo y oyendo. Así hicieron los primeros cristianos, y así transformaron ya una vez el mundo.
Entonces la alegría deja de ser un lujo conquistado o una pose fingida, y se convierte en una urgencia, en una evangelización, en un catecismo. Ésta es la alegría que esperamos y que se nos dará por quien está viniendo. Una alegría que no nos podrán arrebatar, como ya profetizó Cristo. La alegría que consiste en reconocer ese factor nuevo que se ha introducido en la Historia, que permite ver las cosas de modo distinto, y abrazarlas, y disponerse de la mejor manera para llegar a cambiarlas. Ese factor se llama gracia, y tiene el nombre y el rostro de quien nos la da: Jesús el esperado, Jesús el que vino, Jesús el que volverá sin haber dejado nunca nuestro camino.
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