En este tiempo Navidad, el mismo aire se llena de deseos, entremezclados sí, pero rondando en todos ese íntimo sueño que trae el nacer del Niño: Amor. Son muchas las formas del Amor, ese tan de nuestro Señor, el Señor de todos tanto si le acogen como si le rechazan. Y hablamos de paz, de justicia, de solidaridad, de fraternidad, de gozo y alegría…  Hablamos de Dios-con-nosotros.

Al acercarnos a este misterio de Dios hecho hombre, Edith Stein nos ofrece la profunda meditación de quien vivió intensamente en el corazón divino y en el corazón de la humana historia. Llega la luz, ¿podemos verla ya quebrando la oscuridad? Porque no podemos olvidar, si somos fieles a Cristo, las oscuridades que hoy como ayer cubren nuestro mundo. Hemos de mirarlas con toda la fuerza de su concreción. El pecado, el mal o el dolor no son abstracciones poéticamente trágicas, sino siempre rostros y nombres y situaciones que no podemos dejar caer en el olvido. Por eso, Edith, desde la fe exultante en el Dios encarnado, afirma: “La estrella de Belén es, incluso hoy, una estrella en la noche oscura.”

Cada año revivimos este misterio central de nuestra vida creyente: el Hijo de Dios se hizo Hombre. La Luz divina rasga la oscuridad que nos envuelve, que impregna nuestros corazones, nuestras relaciones, nuestra historia. Algo en la humanidad persiste cerrado ante el Amor: “Las tinieblas cubrían la tierra y Él vino como la luz que alumbra en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron.”

El Misterio de la Encarnación no puede ocultar la realidad que abraza amorosamente en sí. Muy al contrario, es la invitación a entrar en las entrañas de lo humano y allí, entrañados, descubrir la entrañable misericordia de Dios. Él no destruye a quienes le rechazan, no aniquila mágicamente el mal y el pecado de nuestro mundo. Jesús, el Dios Hombre, permanece oferta amorosa, luz que alumbra sin imponerse, Vida capaz de sufrir todas las muertes para hacerse nuestra. Todo lo que en los Evangelios rodea al Niño escenifica, entre otras cosas, esta certeza: el Reino que llega con el Hijo de María palpita como corazón divino en un mundo envuelto en sombras y así, en esta lucha, ha de crecer. Por eso afirma Edith: “El misterio de la Encarnación y el misterio del mal permanecen estrechamente unidos.”

Adorar a Cristo en Belén no es cerrar los ojos al mal y al dolor, sino abrirlos; pues Él abrió los suyos desde la primera vez para mirar con sus ojitos divinos el sufrimiento de los suyos. Y, como bien dijo Juan de la Cruz, “el mirar de Dios es amar”, ese amar misericordioso, incondicional y creador. Siempre, siempre, acogerlo es dejar brotar lo nuevo, una chispa de su Vida prendida en la nuestra.

Este mirar como entrar en el mundo para transformarlo en Dios comienza en Belén, decidido a llegar hasta el final, hasta la Pascua, la pasión del Amor. A quienes nos preparamos para adorar al Hijo, Edith Stein nos invita a acercarnos, precisamente, al comienzo de la historia del “Dios-con-nosotros” para hacer con Él el camino de la vida. La cueva de Belén es el lugar de los últimos y le rodean los excluidos de la sociedad. Allí nace Dios y asume desde el primer momento no sólo la fragilidad de ser hombre, sino el dolor que aflige a muchos hombres. Empieza la historia de la Buena Noticia de la salvación. Adorando al Niño ¡no podremos sorprendernos después de su vida!

Si has visto la estrella, si has llegado hasta Él, has recibido ya, con su sonrisa, la invitación a compartir la siempre sorprendente vida de Dios. Sus gestos graciosos de niño están hablando: “¡Sígueme!, así dicen las manos del Niño, como más tarde hablaron los labios del hombre.”