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Nos construimos una imagen de Dios. Pero si Dios se nos presenta distinto a nuestra imagen, no lo conocemos ni lo acogemos.
Buscamos a Dios por fuera, pero Él está presente en nuestra vida. Lo creemos a Dios lejano, pero resulta que está muy cerca, que pasa a nuestro lado. Nos lo imaginamos por las nubes, pero nos cruzamos con Él por las calles. Estamos siempre aguardando un milagro, algo extraordinario, pero Él se nos revela con un sencillo rostro de hombre.
Cuántas veces nos tropezamos con Cristo sin darnos cuenta. No lo reconocemos. Tiene una cara demasiada conocida: la cara del pobre, del compañero de trabajo, el marido, la esposa, el enfermo, del que sufre…
Y nosotros que conocemos esas caras, no sabemos reconocer a Cristo en ellas. ¡Una nueva desilusión para el Señor! Una vez más que no ha sido reconocido. Una vez más que ha venido a llamar a la puerta de su casa, pero los suyos no lo han recibido.
Tomemos en serio la invitación que el Señor nos hace hoy: verlo a Él, reconocerlo a Él en cada hermano, sobre todo en los más sencillos, los más humildes, los más cercanos. Pidámosle al Señor que nos regale esta gracia que es el distintivo del verdadero cristiano.
Espero que no queden en un recuerdo apagado las fiestas de la Navidad, la fiesta de la Sagrada Familia, el Año Nuevo, Epifanía y Bautismo de Jesús, porque significaría que no nos dejaron huella y el dueño de la tierra, el viento, pudo más.
Pero no, eso no puede suceder así, sólo guardamos los signos que nos recuerdan lo esencial: las figuras del Nacimiento, las luces y adornos navideños…, pero nos quedamos con la esperanza, la vida que nos ofrece el Señor, la alegría del corazón y los impulsos a la caridad… Nos quedamos con el amor de Dios.
Lo admirable es que caminamos, que la vida sigue, con la oferta de gracia del mismo Dios. Nos ha tocado un tiempo privilegiado y fuerte para disfrutar de la fidelidad de Dios y para perseverar.
En esta nueva etapa, el fiel cristiano dispone de un tiempo sosegado y podrá profundizar en Cristo, a lo largo de todo el año, reposando la Palabra de Dios, interiorizándola y revisando sus respuestas, actualizando su vida y acomodándola al misterio del amor de Dios, porque en lo ordinario es donde acontece lo extraordinario.
La Iglesia Católica se ha movilizado para ayudar a la población damnificada por el terremoto en Haití en respuesta al llamamiento hecho por Benedicto XVI para que sean generosos con este país caribeño.
Tras su llamamiento internacional, el Papa aseguró que la Iglesia Católica se activará “inmediatamente” a través de sus instituciones caritativas para ayudar a la población afectada.
Como en el pasado con ocasión de otras tragedias de este tipo, los católicos ya están presentes con su asistencia concreta y diversas agencias católicas están trabajando y enviando personal.
«¿Qué otra cosa nos enseñó Jesús sino esta humildad? En esta humildad nos podemos acercar a Dios» (San Agustín).
Contemplando la escena del bautismo del Señor, podemos hablar con propiedad de la humildad de Dios pues,»si humildad significa bajar desde sí mismo por amor, Dios es humildad porque, desde la posición en que se encuentra, Dios no puede hacer otra cosa más que bajar; por encima de Él no hay nada; por tanto Él no puede subir, enaltecerse. Cuando hace algo fuera de sí mismo, Dios no puede sino abajarse, humillarse…La historia de la Salvación no es sino la historia de las sucesivas humillaciones de Dios…Dios es humildad» (P. R. Cantalamesa).
Este es el verdadero motivo por el que debemos ser humildes. Debemos ser humildes para ser hijos del Padre Dios, para aprender de Él. Pero debemos tener claro qué significa la humildad. Ante todo lo que no significa la humildad.
No es humildad tener un bajo concepto de sí mismo. La humildad no prohíbe tener conciencia de los talentos recibidos, ni disfrutarlos con corazón recto. Dice Santa Teresa: «No hagan caso de esas humildades, que les parece humildad no aceptar que el Señor les va dando dones. Entendamos bien que nos los da Dios sin ningún merecimiento nuestro, y agradezcámoslo a Su Majestad; porque si no conocemos que recibimos, no despertamos al amor».
Y tampoco consiste en las apariencias externas que pueden manifestarse mediante palabras, gestos, formas de decir, o mediante una actitud servil que intentan causar la falsa sensación de persona humilde ante quien está viendo u oyendo.
La verdadera humildad va por otro camino. Es la virtud que modera los deseos desordenados de la propia excelencia, humildad es tener un conocimiento de sí mismo, verdadero ante Dios y ante los hombres. Así lo define Santa Teresa: «Humildad es andar en la verdad».
El presente es gracia y llamada, por tanto, también ocasión de encuentro y posibilidad de respuesta. Entre nuestro pasado, siempre imperfecto, y el futuro de Dios, siempre absoluto, el hoy queda como puente y camino de la salvación. Y si Dios nos sale al paso ahora, ahora es mi oportunidad de responder. Cada instante, aun el más olvidado y anodino, puede ser tiempo lleno de vida, de amor, de Dios. De su particular vivencia del presente nace, en San Juan de la Cruz, uno de sus profundos Dichos de luz y amor (32):
“El que la ocasión pierde es como el que soltó el ave de la mano, que no la volverá a cobrar”.
Esta certeza, el hoy como momento de gracia, lleva un modo muy concreto de vivir. No hay que esperar grandes oportunidades ni acontecimientos extraordinarios. La historia de amor con el Señor se labra en el hoy, sea éste como sea. Aquí se juega nuestra vida. Se trata de algo tan simple como el acoger el presente como regalo y hacerlo con los ojos y el corazón abiertos, atentos a cada rostro, cada palabra, cada realidad que nos sale al paso: podemos descubrir ahí el paso y la invitación del Señor. Es un vivir reconciliado que sabe su pasado en manos de la misericordia y su mañana en manos de la promesa. Misericordia y promesa que el Padre nos hace hoy en su Hijo. Es un hoy liberado de sus angustias, pero henchido de posibilidades porque es parte de la historia de salvación. Hoy es tiempo de gracia, hoy llega la salvación.
“Hemos visto salir su estrella, y venimos a adorarlo”, dicen los Magos. Los astros que, para los hombres de la Antigüedad representaban poderes temerosos, que pesaban sobre sus destinos, se convierten ahora en guías que anuncian el nacimiento de Cristo. La estrella que siguen los Magos conduce a Jesús, la verdadera Estrella de la mañana (cf Ap 2,28). En Él brilla la gloria del Señor, su luz atrae a todos los pueblos, su resplandor hace caminar a los reyes (cf Is 60,1-6).
Podemos ver en la estrella un signo de la gracia de Dios, de la acción del Espíritu Santo, que “prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo” (Catecismo, 737). El hecho exterior de la revelación divina va acompañado de un hecho interior, de una actuación oculta de la gracia, que se adelanta y que nos ayuda, que mueve el corazón y que abre los ojos del espíritu. Y esta acción de la gracia es universal, llega a todo hombre de buena voluntad, también a los paganos. Como los Magos, todo hombre que busca a Dios tiene, debemos creerlo así, la posibilidad de encontrarlo.
“La estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño”. La Salvación es Cristo. Es Jesús, nacido de María. Él es el Mesías de Israel, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. No hay sentido, ni meta, ni realización plena del hombre sin Cristo. Sólo Él nos reconcilia con Dios. Sólo Él ha vencido la muerte. Sólo Él es Cabeza de toda la creación amada por Dios. Sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida.
El perfil más preocupante del hombre de hoy es el déficit de esperanza. Algunos ven el mundo como “un inmenso cementerio de esperanzas” y dudan que el futuro traiga nada bueno.
Las noches que caen sobre la humanidad impiden ver lo nuevo que está brotando y hacen que muchos añoren y se agarren a lo viejo o se evadan atraídos por una futurología que deja prisionera la esperanza. Pero a la noche le sale al paso la esperanza.
Ahí estamos los orantes, en tensión, con una historia de esperanza en el corazón, aunque a menudo sea muy humilde y se esconda en lo cotidiano de la vida.
Ahí estamos, enormemente sorprendidos de que Dios nos ofrezca participar de su misma vida y de que, para ello, quiera soltar los manantiales retenidos en nuestro corazón.
Ahí estamos, percibiendo cómo el Espíritu nos propone la cultura de la verdad, del bien y de la belleza, fuentes inagotables de alegría verdadera; escuchando en toda circunstancia el final anticipado de la historia: “Mirad que hago todo nuevo” (Ap 21,5).
Ahí estamos, sabedores de que “el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar” (GS 31).
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