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Es una pena que la oración no haya tenido demasiada buena prensa entre el pueblo cristiano. «A la puerta de rezador no pongas el trigo al sol» era un refrán que recuerdo haber oído cuando era muchacho. Puede que se tratara no más que de un estereotipo tan injusto como casi todos. O quizá es que no se notaba cambio en las personas que frecuentaban el templo; que el supuesto trato con el Señor no les llevaba a ser más auténticas, más generosas, más tolerantes o menos chismosas.
Tampoco hoy soplan los vientos a favor. A una sociedad que adopta la eficacia y el rendimiento como criterios supremos de vida no es extraño que la oración le parezca una inútil perdida de tiempo.
No es raro el caso de quienes han abandonado la oración convencidos de que Dios no escucha ni resuelve los problemas, o el de cristianos activos que, por un déficit en su formación, han llegado al convencimiento de que la mejor oración es el compromiso en la vida. En otros muchos pesa, sin duda, la pérdida del sentido de Dios; aunque luego, bajo formas secularizadas, retorne, una y otra vez, la necesidad del silencio, del encuentro con uno mismo.
Entiéndase que, con lo anterior, no estoy afirmando que la oración haya muerto en nuestra Iglesia. Tenemos, gracias a Dios, ejemplares comunidades contemplativas que hacen de la oración su ocupación primera. Hay familias donde todavía la oración es un ejercicio habitual y saludable. Y nuestras celebraciones litúrgicas, en general, han ganado mucho en calidad y contenidos.
Jesús, que no dejó nunca de recomendar la oración, oraba permanentemente, incluso cuando más agobiante era el trabajo y más solicitado estaba por las multitudes. Tanto, que los discípulos intuyeron que las largas horas de oración tenían mucho que ver con aquella familiaridad con el Padre que transparentaba su vida y con la fortaleza para emprender un camino sin retorno. Por eso, como una seducción, les brotó espontánea la súplica: «Señor, enséñanos a orar».
En el segundo domingo de cuaresma vemos a Jesús subiendo, con el grupo más íntimo de discípulos, al monte Tabor para hacer oración. Y «mientras oraba, dice el Evangelio, su rostro se transfiguró y sus vestidos aparecieron blancos y relucientes, como no los dejaría ningún batanero del mundo».
“Que no sabemos lo que nos pasa. Eso es lo que nos pasa” (Ortega y Gasset)
En esta época de cambio o cambio de época necesitamos entendernos, lo que requiere una forma de vivir más abierta y reflexiva, y encontrar quien nos dé luz para entendernos y nos enseñe el arte de vivir y a manejarnos bien en las situaciones que nos toca vivir aquí y ahora. Pensar que nos entendemos sin entender a los demás, es desatino, porque nos pertenecemos los unos a los otros.
La cultura que nos rodea, centrada fuertemente sobre el sujeto, ha contribuido a difundir el valor y la dignidad de la persona humana; esto es un gran avance. Pero cuando la libertad se hace arbitraria y la autonomía de la persona se entiende como independencia de los demás hermanos, entonces nos encontramos ante formas de idolatría, que no solo no nos dan libertad sino que nos esclavizan.
“No tendrás un dios extraño, no adorarás un dios extranjero; yo soy el Señor Dios tuyo, que te saqué del país de Egipto. Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer: los entregué a su corazón obstinado, para que anduviesen según sus antojos. Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino: en un momento humillaría a sus enemigos y volvería mi mano contra sus adversarios” (Sal 80).
“La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Oseas 2,16).
En busca de la interioridad, donde la vida se unifica y se hace fuerte. Como los nudos de la caña de bambú que la hacen fuerte para afrontar los vendavales y las tormentas. Este camino se ha de andar con libertad y alegría, acallando todo runrún que dificulte la siembra. Algunas actitudes para el camino de Cuaresma:
Estar abiertos
“La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto incompleto, que es preciso seguir realizando. La pregunta fundamental de todo hombre es: ¿cómo se lleva a cabo este proyecto de realización del hombre? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino que lleva a la felicidad?” (Cardenal Ratzinger, 2000).
Está abierto el nómada, que se compromete, entrega su vida, parte su pan en una eucaristía. Está cerrado el sedentario, que guarda su vida, la defiende, la aísla de los demás.
Tener la confianza de un niño
Para toda crisis, para toda situación difícil, hay salida. Pactar con la fragilidad es falta de fe, porque se absolutiza la debilidad. Cuando solo Dios es Dios, no hay nada irremediable. Podemos ser roca áspera, cerrados a todo, pero podemos ser arena suave, obediente al aire del Espíritu; entonces confiamos.
Dios está abierto a nosotros; la Cuaresma es un camino abierto hacia la alegría de la Pascua. Por lo tanto, “no te pongas en menos” (San Juan de la Cruz), no pienses mal de ti ni de los demás, no des por terminada la esperanza.
En el pórtico de la Cuaresma recién comenzada encontramos a Jesús tentado por el diablo. La Biblia tiene varios nombres para este personaje, pero en todos subyace el mismo cometido de su misión: el que separa, el que arranca; diablo, dia-bolus: el que divide. El demonio –en medio de mundo que lo ignora y lo frivoliza– está más presente que nunca en los miedos, en los dramas, en las mentiras y en los vacíos del hombre postmoderno, aparentemente desenfadado, juguetón y divertido.
Con Jesús, como con todos, el diablo tratará de hacerle una única tentación, aunque con diversos matices: romper la comunión con el Padre Dios. Para este fin, todos los medios serán aptos, desde citar la misma Biblia hasta disfrazarse de ángel de luz. Las tres tentaciones de Jesús son un ejemplo actualísimo: desde tu hambre, convierte las piedras en pan; desde tus aspiraciones, hazte dueño de todo; desde tu condición de hijo de Dios, pon a prueba su protección. Dicho de otro modo: el dia-bolus tratará de conducir a Jesús por un camino en el que Dios o es banal y superfluo, o es inútil y pernicioso.
Prescindir de Dios porque yo reduzco mis necesidades a un pan que yo mismo puedo fabricarme, cual si fuera mi propia hada mágica (1ª tentación). Prescindir de Dios modificando su plan sobre mí, incluyendo aspiraciones de dominio que no tienen que ver con la misión que Él me confió (2ª tentación). Prescindir de Dios banalizando su providencia, haciéndola capricho o divertimento (3ª tentación). Esto resulta actual si vamos traduciendo con nombres y color, cuáles son las tentaciones reales que a cada uno y a todos juntos, nos separan de Dios, y por tanto de los demás.
La tentación del dios-tener (en todas sus manifestaciones de preocupación por el dinero, por la acumulación, por las “devociones” de lotos y azares, por el consumo crudo y duro). La tentación del dios-poder (con toda la gama de pretensiones trepadoras, que confunden el servicio a los demás con el servirse de los demás, para los propios intereses y controles). La tentación del dios-placer (con tantas, tan desdichadas y sobre todo tan deshumanizadoras formas de practicar el hedonismo, tratando de censurar inútilmente nuestra limitación y finitud).
¿Quién duda de que hay mil diablos, que nos encantan y seducen, y poniéndonoslo fácil y atractivo, nos separan de Dios, de los demás y de nosotros mismos? Jesús venció al diablo. La Cuaresma es un tiempo para volvernos al Señor volviendo a unir todo cuanto el tentador ha separado.
Mons. Jesús Sanz Montes, ofm
Dios es abridor de caminos. Cuando todo parece cansado, saca de los viejos troncos brotes nuevos. Cuando todo parece confuso, saca de las confusiones claridades y verdad. Dios nos sorprende dándonos futuro.
Dios es sembrador de amor en nuestro surco. Con su novedad, nunca agotada, rompe una y otra vez, la corteza de la monotonía. Dios llena el tiempo de posibilidades. Frente a caminos repetidos, nos propone caminos nuevos.
Dios desborda nuestras preguntas con su proyecto de vida. Sale a nuestro encuentro como un sembrador esperanzado. Invita a estrenar una nueva manera de vivir. Nunca se agota el agua de su fuente.
Dios siempre habla bien de nosotros. Cuando nos ponemos en menos de lo que somos, Él levanta nuestra dignidad. Dios nos propone, no impone, su amor. Sabe esperar pacientemente nuestra respuesta.
Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: «La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo» (cf. Rm 3,21-22).
Justicia: “dare cuique suum”
Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra “justicia”, que en el lenguaje común implica “dar a cada uno lo suyo” – “dare cuique suum”, según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste “lo suyo” que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo… no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei, XIX, 21).
Simón y sus compañeros son sorprendidos por Jesús en el quehacer banal de cualquier día de su vida: mientras estaban lavando las redes vacías, tras una noche desafortunada. Ahí, en ese cotidiano transcurrir de una vida, ahí estaba también el Señor. Allí acontece un diálogo entre Jesús y Simón, que es ejemplar.
«Rema mar adentro, y echa las redes para pescar». Y responde Simón: «Hemos estado toda la noche intentándolo en balde, pero, por tu palabra, volveré a echar las redes». Es muy hermoso leer este diálogo paralelamente con el del final del evangelio de San Juan, cuando vuelvan a encontrarse Jesús y Pedro -entonces será ya Pedro- en un mismo escenario: el mismo lago, una barca, entre redes vacías y noches estériles.
En ambos encuentros, lo que determina el asombro de Simón Pedro es la repuesta de Jesús a la vaciedad de los esfuerzos de éste. No hay lugar a pactos , no se trata de una negociación, sino el impresionante estupor ante algo más grande que Pedro.
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