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En este cuarto Domingo de Pascua, llamado “del Buen Pastor”, se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones, que este año tiene como tema “El testimonio suscita vocaciones”, tema “estrechamente unido a la vida y a la misión de los sacerdotes y de los consagrados”.
La primera forma de testimonio que suscita vocaciones es la oración, como nos muestra el ejemplo de santa Mónica que, suplicando a Dios con humildad e insistencia, obtiene la gracia de ver volverse cristiano a su hijo Agustín, el cual escribe: “Sin duda creo y afirmo que por sus oraciones Dios me ha concedido la intención de no anteponer, no querer, no pensar, no amar otra cosa que la realización de la verdad.
Invito, por tanto, a los padres a rezar, para que el corazón de sus hijos se abra a la escucha del Buen Pastor, y “hasta el más pequeño germen de vocación… se convierta en árbol frondoso, colmado de frutos para bien de la Iglesia y de toda la humanidad».
¿Cómo podemos escuchar la voz del Señor y reconocerlo? En la predicación de los Apóstoles y de sus sucesores: en ella resuena la voz de Cristo, que llama a la comunión con Dios y a la plenitud de vida, como leemos hoy en el Evangelio de san Juan: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10,27-28).
Sólo el Buen Pastor custodia con inmensa ternura a su grey y la defiende del mal, y sólo en Él los fieles pueden depositar absoluta confianza.

Estoy convencido de que a estos hombres, en este tiempo de retiro, les vendrían miles de recuerdos de tantos momentos vividos tan cerca Jesús, especialmente en Galilea. ¿No recordaría Pedro cuando Jesús le asegura su oración para que no le venza en las pruebas el príncipe de este mundo, cuando les dice que «Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo»? Todavía no ha pasado mucho tiempo, pero ya conocen las persecuciones, y la oración de Cristo es indispensable, especialmente para Pedro, por el encargo que Jesús le confía, y las pruebas que les esperan.
En este momento histórico, los cristianos católicos estamos viendo cómo son las persecuciones y los caminos que recorren, cuando se pretende poner en el punto de mira al Santo Padre. Que sepa todo el mundo que nosotros reconocemos hoy, en la persona de Benedicto XVI, al elegido por el Señor para pastorear a la Iglesia, y cuando le miramos, decimos: ¡Ahí está Pedro!, fortalecido con la oración de Jesús, que lo libra de sus enemigos.
Mons. José Manuel Lorca Planes

Sin negar los pecados que tenemos en la Iglesia y que no podemos justificar, es tiempo de asumir con madurez nuestra fe y salir adelante, iluminados por el Evangelio y sostenidos por la oración y la solidaridad eclesial, sin dejarnos apabullar.
Por ello, desde este sencillo espacio, vaya nuestro apoyo sincero al Papa Benedicto XVI, a quien admiramos por su lucidez evangélica, por su valentía en afrontar los problemas, por su claridad en indicar soluciones y por su invitación a un nuevo éxodo, que nos haga dejar el pasado y caminar hacia tiempos nuevos, aunque tengamos que pasar por desiertos.
Tras ocho días continuados de vivencia única de la Pascua del Señor Resucitado, empezamos el camino de los domingos pascuales. Es evidente, según los Evangelios, que ninguno de los apóstoles de Jesús esperaba la resurrección.
Todas sus apariciones después de resucitado reflejan la incredulidad y asombro en discípulos y cercanos, para nada predispuestos psicológicamente en admitir algo tan sorprendente como único.
El ejemplo del apóstol Tomás no es el único y seguramente refleja la actitud de muchos otros. Hubo más de un Tomás entre los apóstoles y en las primitivas comunidades cristianas, como los hay también en nuestros días.
Quién de nosotros no han sentido o siente este peso de las dudas, a pesar de tener fe. Quién no desearía que esto de la Resurrección fuera algo más tangible, más demostrable, más razonable. Quién no ha querido meter el dedo en la llaga de Cristo y la mano en el costado para convencerse de que está vivo.
Pero he ahí lo esencial de la fe: no ver para creer, sino creer para ver. No cree el que ve, sino que ve el que cree. Hay que dar el salto de la confianza. La fe es fiarse de Alguien, sabiendo bien de quién nos hemos fiado. Porque la fe no es tener certeza de todo, sino caminar en la confianza de que hay luz, aunque parezca a veces que vamos a ciegas.
Esta es la verdadera fe cristiana. No la fe de sólo los ritos, de los dogmas, de las leyes morales. La experiencia fundamental de la fe es esta confianza en Jesús, este encuentro salvador y transformador que cambia nuestra vida, nuestra escala de valores, nuestra mirada hacia el mundo.
Necesitamos hoy más que nunca testigos del Resucitado, no expertos en resurrección. La gente ya no cree a los maestros, sino a los testigos. Sólo creen a los que han “visto” la experiencia y la contagian en la alegría y el amor.
Revistámonos de esta luz del Resucitado presente en nuestras vidas, llenémonos de su Alegría, de su Paz. Fortalezcamos la fe titubeante y dejémosla insuflarse del fuego de su Presencia. Y nuestra vida hablará por si misma, porque no podremos callar esta maravillosa Noticia: Dios vive, Dios nos llama a la felicidad, Dios es fuente de alegría, en Dios venceremos a la muerte, la vida es Vida para siempre, el amor perdura en la eternidad.
Todo lo que hacemos y vivimos tiene sentido desde esta fe y desde este amor. Digámosle cada día el Señor Resucitado: “Creo, Señor, pero aumenta mi pobre y débil fe».
¡Feliz Pascua! Que tu vida irradie en las pequeñas cosas la Paz y la Alegría de Cristo, El que Vive.
Exulten por fin los coros de los ángeles,
exulten las jerarquías del cielo,
y por la victoria de Rey tan poderoso
que las trompetas anuncien la salvación.
Goce también la tierra,
inundada de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del Rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla
que cubría el orbe entero.
Alégrese también nuestra madre la Iglesia,
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.
Ésta es la noche
en que, por toda la tierra,
los que confiesan su fe en Cristo
son arrancados de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia
y son agregados a los santos.
Ésta es la noche
en que, rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.
¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?
¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!
Ésta es la noche
de la que estaba escrito:
«Será la noche clara como el día,
la noche iluminada por mi gozo.»
¡Que noche tan dichosa
en que se une el cielo con la tierra,
lo humano y lo divino!
Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús” (Jn 19,40-42).
Tras la muerte la vida se detiene.
Todo queda en silencio, a la espera de la última palabra. ¿Sabré callar en este día santo?
¿Sabré acallar el ruido impetuoso de mis culpas que se me han echado impidiéndome la huida?
¿Sabré acallar mis palabras fáciles y falsas, que tantas veces han cubierto de apariencia mis caminos?
¿Sabré acallar mis pensamientos, que entretienen mi vida en las afueras?
¿Sabré acallar mi amor, para que crezca, libre, en los adentros?
¿Sabré acallar mis triunfos, con los que he presumido, con orgullo, en las alturas?
¿Sabré acallar mis dudas, mis besos traicioneros?
¿Sabré acallar todos mis cuidados, dejándolos entre las azucenas olvidados?
Un grupo de mujeres se ponen en camino hacia la vida. La muerte no tiene la última palabra. El corazón enamorado les hace barruntar lo que no ven. Parecen locas, pero son pioneras de la vida.
En el silencio les ha crecido el amor, ¡el callado amor! El callado amor, que vela por no poder olvidar al Amado. El callado amor, que grita, el que más, contra la muerte. El callado amor, que es el más solidario con las víctimas.
Ya se oyen las palabras del Amado, incapaz el sepulcro de esconderlas. Mi Amado mete la mano en la hendidura y hace que se estremezcan mis entrañas.
“Levántate, amada mía, esposa mía. Ven a mí”. Que la alegría rompa tu silencio en Aleluyas.
La cruz es una señal visible del rechazo de Dios por parte del hombre. El Dios vivo ha venido en medio de su pueblo mediante Jesucristo, su Hijo Eterno que se ha hecho hombre: hijo de María de Nazaret.
Pero “los suyos no le recibieron” (Jn 1,11). Han creído que debía morir como seductor del pueblo. Ante el pretorio de Pilato han lanzado el grito injurioso: “Crucifícale, crucifícale” (Jn 19,6).
La cruz se ha convertido en la señal del rechazo del Hijo de Dios por parte de su pueblo elegido; la señal del rechazo de Dios por parte del mundo. Pero a la vez la misma cruz se ha convertido en la señal de la aceptación de Dios por parte del hombre, por parte de todo el Pueblo de Dios, por parte del mundo.
Quien acoge a Dios en Cristo, lo acoge mediante la cruz. Quien ha acogido a Dios en Cristo, lo expresa mediante esta señal: en efecto se persigna con la señal de la cruz en la frente, en la boca y en el pecho, para manifestar y profesar que en la cruz se encuentra de nuevo a sí mismo todo entero: alma y cuerpo, y que en esta señal abraza y estrecha a Cristo y su reino.
Cuando en el centro del pretorio romano Cristo se ha presentado a los ojos de la muchedumbre, Pilato lo ha mostrado diciendo: “Ahí tenéis al hombre” (Jn 19,5). Y la multitud responde: “Crucifícale”.
La cruz se ha convertido en la señal del rechazo del hombre en Cristo. De modo admirable caminan juntos el rechazo de Dios y el del hombre. Gritando “crucifícale”, la multitud de Jerusalén ha pronunciado la sentencia de muerte contra toda esa verdad sobre el hombre que nos ha sido revelada por Cristo, Hijo de Dios.
Ha sido así rechazada la verdad sobre el origen del hombre y sobre la finalidad de su peregrinación sobre la tierra. Ha sido rechazada la verdad acerca de su dignidad y su vocación más alta. Ha sido rechazada la verdad sobre el amor, que tanto ennoblece y une a los hombres, y sobre la misericordia, que levanta incluso de las mayores caídas.
Y he aquí que este lugar, donde -según una tradición- a causa de Cristo los hombres eran ultrajados y condenados a muerte -en el Coliseo-, ha sido puesta la cruz, desde hace mucho tiempo, como signo de la dignidad del hombre, salvada por la cruz; como signo de la verdad sobre el origen divino y sobre el fin de su peregrinar; como signo del amor y de la misericordia que levanta de la caída y que, cada vez, en cierto sentido, renueva el mundo.
“Se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe;
luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos,
secándoselos con la toalla que se había ceñido” (Jn 13,4-5).
Tu vida, en esta noche, es acorralada, perseguida, calumniada. Fuera de la cena hay demasiado odio contra la verdad y la vida. Pero, dentro, también tus amigos te dan la espalda. Y yo también estoy en esta escena.
¿Qué harás Tú, Jesús, en esta hora? Contigo están los íntimos, los tuyos. ¿Cómo dirás tu parábola del Reino en esta noche? ¿Cómo hablarás a los tuyos de tu Padre?
En la cena que recrea y enamora, allí abres tu pecho y lo das todo. Tu amor, ¡hasta el extremo!, va brotando de tu fuente. Sin quedarte nada en los adentros, todo lo pones en manos de los tuyos.
Como grano de trigo que se esconde en la tierra, así escondes tu rostro para lavar los pies a tus amigos. Dices tu amor, poniéndote en medio, como un siervo. ¡Qué sorprendente tu gesto, el de esta noche!
Los pies de los tuyos, Mis pies… incapaces ya de caminar. Pies ateridos por el dolor y la tristeza de esta hora oscura. Pies manchados por el pecado de la cobardía y el miedo. Pies lavados por el agua de tu amor, pies besados una y otra vez con tu perfume.
¿Aceptaré ser amado de esta manera? ¿Dónde quedan mis deseos de ser grande? Me quedo mudo por el asombro. ¡Qué manera la tuya de decirme el amor, de contar cómo es tu Abbá!
Un poco de pan, un poco de vino, como el niño aquel en la explanada del lago. Lo partes y lo das: “Tomad y comed”. Y das también el vino. Y el Cenáculo, la casa del Espíritu, queda sobrecogido ante tanto amor.
¡Demasiados gestos para tus amigos en la noche! Ni siquiera los rumiarán junto a los olivos, en el huerto. Pero tu amor se abre paso, como luz que alumbra el corazón. De tanto recibir, algún día se les despertará el amor.
¡Qué tardío soy de darte todo a Ti, que me das todo! Ven, Espíritu, y recuérdame siempre los Amores del que, por mí, se hizo el último de todos, partió su pan y me lo ofreció para el camino.
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