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Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos oír decir del Señor Jesús lo que a menudo les repetía a sus amigos: “No tengáis miedo”.
Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a la debilidad humana. Debemos saber reconocer que perder algo, incluso a uno mismo por el verdadero Dios, el Dios del amor y de la vida, es en realidad ganar, reencontrarse más plenamente.
Quien se confía a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, y no se pueden quitar una vez que Dios las ha dado. ¡Vale por tanto la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo! El dolor que nos causa es necesario para nuestra transformación.
Es la realidad de la cruz: por eso en el lenguaje de Jesús el “fuego” es sobre todo una representación del misterio de la cruz, sin el cual no existe el cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas palabras de vida, elevemos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor!
Sabemos que ésta es una oración audaz, con la que pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre todo que esta llama -y sólo ésa- tiene el poder de salvarnos. No queramos, por defender nuestra vida, perder la eterna que Dios nos quiere dar. Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime.
Benedicto XVI, de la Homilía de la Santa Misa de la solemnidad de Pentecostés, 2010.
Pentecostés es la fiesta «del Espíritu»: del Espíritu de Jesús, del Espíritu en la Iglesia, del Espíritu de todo bautizado. Por eso cierra el Ciclo Pascual de los 50 días.
La Iglesia en sus comienzos estrena la fiesta del Espíritu Santo. Está presente en la comunidad primitiva: Los discípulos, las mujeres y, entre ellas, María la Madre de Jesús. Todos quedan llenos de Espíritu Santo. Y la Iglesia comienza el anuncio, su misión ante la humanidad.
Jesús regala el Espíritu, “exhaló su aliento sobre ellos”, repite el gesto primordial del Creador que alienta sobre el barro del primer ser humano y le da vida. Así ahora, el Espíritu brota de la boca de Jesús para dar vida nueva a nuevas criaturas, a una nueva creación.
Donde está el Espíritu no hay distinciones, a todos llena. El Espíritu a todos comunica su fuerza, su ánimo; en torno a él surge la nueva condición humana del amor. La plenitud del Espíritu nos va haciendo tomar conciencia de que somos una nueva creación, de que somos consagrados en la verdad y en la libertad.
Ofrecemos algunos textos seleccionados del mensaje que el Papa Benedicto XVI ha transmitido a toda la Iglesia con su Viaje Apostólico a Portugal del 11 al 14 de mayo de 2010:
Queridísimos hermanos y jóvenes amigos, Cristo está siempre con nosotros y camina siempre con su Iglesia, la acompaña y la custodia, como Él nos dijo: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. ¡No dudéis nunca de su presencia!
Buscad siempre al Señor Jesús, creced en la amistad con él, recibidlo en la comunión. Aprended a escuchar su palabra y también a reconocerlo en los pobres. Vivid vuestra existencia con alegría y entusiasmo, seguros de su presencia y de su amistad gratuita, generosa, fiel hasta la muerte de cruz.
Dad testimonio a todos de la alegría por esta presencia suya fuerte y suave, comenzando por vuestros coetáneos. Decidles que es hermoso ser amigo de Jesús y que vale la pena seguirlo.
Con vuestro entusiasmo mostrad que, entre las muchas formas de vivir que el mundo hoy parece ofrecernos – aparentemente todas al mismo nivel –, la única en la que se encuentra el verdadero sentido de la vida y por tanto la alegría verdadera y duradera es siguiendo a Jesús.
Homilía en la Misa celebrada en Terreiro do Paço
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Comienza este Evangelio con una expresión que nos acerca implícitamente a la fe de Nuestra Señora: guardar la Palabra de Dios y dejar que Él nos ame haciendo morada en nosotros. María amó al Señor guardando sus Palabras y viviéndolas, por eso la llamarían todos bienaventurada, empezando por el mismo Jesús. Y por eso también su corazón fue constituido morada de Dios, donde encontrar su Presencia y donde escuchar su Voz.
Esta fue la grandeza de María y la más alta maternidad. Amar a Dios es guardar así su Palabra, como hizo María, dejando que haga y diga en nosotros, incluso más allá de lo que nuestro corazón es capaz de comprender.
Jesús hace una promesa fundamental: el Padre enviará en su nombre un Consolador (un Paráclito), el Espíritu Santo, para que enseñe y recuerde todo cuanto Jesús ha ido mostrando y diciendo, y que no siempre ha sido comprendido, ni guardado.
Justamente, la vida “espiritual” es acoger a este Espíritu prometido por Jesús, para que en nosotros y a nosotros enseñe y recuerde, tantas cosas que no acabamos de ver ni comprender en nuestra vida, tantas cosas que no hacemos en “memoria de Jesús”, y por eso las vivimos distraídamente, en un olvido que nos deja el corazón tembloroso y acobardado también, como el de aquellos discípulos, dividido por dentro y enfrentado por fuera.
La alusión que hemos hecho a María para comprender el trasfondo de este Evangelio no es una cuña banal e piadosa. La Palabra cumplida de Dios se hizo carne en la Santa Virgen.
Ella fue y es modelo de espera y de esperanza cuando todos se fueron huyendo a sus lágrimas, a sus ciudades, a sus quehaceres o a sus casas cerradas a cal y canto. Es como una “primera entrega” de lo que Dios regalaría a aquellos hombres, cuando con María reciban en Pentecostés el cumplimiento de eso que ahora se les prometía. Y lo que a ellos se les prometió también fue para nosotros.
No en vano el pueblo cristiano aprende a esperar este Espíritu Consolador con María, y a guardar las Palabras de Dios como ella en este tiempo de mayo florido.
Mons. Jesús Sanz Montes, ofm
El texto que nos presenta el Evangelio de este domingo es casi una prolongación del que escuchábamos el domingo pasado. Porque la consecuencia de sabernos pastoreados por Jesús, Buen Pastor de nuestras vidas, es justamente no ser nosotros lobos para nadie. Y la consecuencia de estar en ese redil que son las manos del Padre, donde somos conocidos por nuestro nombre, es precisamente no ser extraños para nadie.
Este texto está tomado del Testamento de Jesús, de su Oración Sacerdotal. Todo a punto de cumplirse, como quien escrupulosamente se esmera en vivir lo que de él esperaba Otro, pero no como si fuera un guión artificial y sin entrañas, sino como quien realiza hasta el fondo y hasta el final un proyecto, un diseño de amor.
Y toda esa vida nacida para curar, para iluminar y para salvar, está a punto de ser sacrificada, en cuya entrega se dará gloria a Dios. Puede parecer hasta incluso morbosa esta visión de la muerte, o como siempre sucede, para unos será escándalo y para otros locura, risa y frivolidad para quien jamás ha intuido que el amor no consiste en dar muchas cosas, sino que basta una sola: darse uno mismo, de una vez y para siempre.
En este contexto de dramatismo dulce, de tensión serena, Jesús deja un mandato nuevo a los suyos: amarse recíprocamente como Él amó. Porque Jesús amó de otra manera, como nunca antes y nunca después. Esa era la novedad radical y escandalosa: amar hasta el final, a cada persona, en los momentos sublimes y estelares, como en los banales y cotidianos.
Porque lo apasionante de ser cristiano, de seguir a Jesús, es que aquello que sucedió hace 2000 años, vuelve a suceder… cuando por nosotros y por nuestra forma de amar y de amarnos, reconocen que somos de Cristo. Más aún: que somos Cristo, Él en nosotros.
Es el acontecimiento que continúa. Quien ama así, deja entonces que Otro ame en él, y el mundo se va llenando ya de aquello que ese Otro –Jesús– fue y es: luz, bondad, paz, gracia, perdón, alegría… . Este es nuestro santo y seña, nuestra revolución: Amar como Él, y ser por ello reconocidos como pertenecientes a Jesús y a los de Jesús: su Iglesia.
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