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En verano recibimos muchos mensajes para mirarnos al espejo. A ver si estás guapo, bronceado, delgado, fibroso o curvilínea. Y la mayoría de las veces esa mirada conduce al desaliento. De algún modo, también Dios es como un espejo que hay que aprender a mirar, porque nos muestra lo mejor del ser humano.
No es como el espejo de la pared, que solo me muestra lo externo, el rostro, el semblante, la expresión, el cuerpo… Si miro bien, en la mirada de Dios descubro quién soy. Pero no es fácil aprender a verme con Tu ternura.
Ya sé lo que veo. Lo de todos los días. Manías, deseos, motivos. Recuerdos, esperanzas. Complejos. Éxitos y fracasos. Vanidad. O autocrítica. Heridas. Ausencias. Buenos y malos momentos. Me pienso con las ideas de siempre. Conozco bien mis palabras. Sé cuáles son sinceras y cuáles no.
Sé lo que me gusta de mí y lo que me enerva. En el mapa de mi vida destacan con fuerza unos nombres, y otro se me pasan desapercibidos… si me miro con mis ojos. Si me miro con mis ojos sigo girando, eternamente en torno a mí mismo. (Yo, me, mí, conmigo…)
Vería, seguramente, algo distinto. Vería alguien muy amado. Vería posibilidades. Un proyecto. Una misión. Confiaría más.
Disfrutaría con lo que es regalo (en lugar de temer perderlo). Celebraría los nombres de mi vida con más libertad. Disfrutaría de las cosas pequeñas sin complicarlo todo. Adquiriría perspectiva para ver también alrededor. Tendría menos miedo. Quizás también vería las sombras reales, como oportunidad y llamada. Así que, Señor, muéstramelo. ¿Qué ves cuando me miras?
Probablemente también la vida sería mucho más honda, más plena. Aprendería a mirar con tu ternura a los otros –quizás incluso a quienes me resultan difíciles en el trato. Vibraría con las heridas de quienes se sienten abatidos. Me dolería la angustia del hambriento. Celebraría más las fiestas ajenas.
Intuiría el caudal de vida que corre por debajo de cada ser humano. Creería de veras en la gente. Descubriría lo amable en cada persona, que en todos hay algo amable. Encontraría motivos para tender la mano antes que para levantar muros.
Es el caso de este año 2010, que, cuando el 25 de julio cae en domingo, se celebra el Año Santo Jacobeo. Es un momento especial para recorrer el Camino de Santiago, tercer lugar santo de peregrinación para los cristianos, detrás de Jerusalén y Roma. Es un año de gracias especiales que la Iglesia otorga por medio de la peregrinación a Compostela, gracias que se refieren a la misericordia de Dios, al perdón de los pecados y a la conversión.
Son numerosísimos los testimonios de peregrinos que reconocen que el haber peregrinado a Santiago de Compostela ha marcado en su vida un antes y un después. La fuerza transformadora del encuentro con Dios, del encuentro con los hermanos, de la oración, del encuentro con uno mismo en el silencio y en el esfuerzo compartido, en la meditación callada y en la escucha de Dios y de los demás, es tremenda.
Es cierto que no necesitamos de acontecimientos extraordinarios para encontrar a Dios y para convertir nuestra vida hacia Él, pero es igualmente cierto que Dios elige cada momento y cada lugar como cree conveniente, y que nosotros podemos favorecer o no favorecer ese encuentro. Qué duda cabe que el recorrer el Camino de Santiago ha sido y es un hecho extraordinario del que Dios se sirve para atraer a sus hijos alejados. En este sentido, abundan también los testimonios de muchas personas que han comenzado ese camino por deporte o por admirar el arte románico del norte de España, y han terminado viviendo una experiencia religiosa extraordinaria.
La escena del Evangelio de este domingo tiene lugar en una casa muy querida por Jesús, en Betania, donde unos hermanos (Lázaro, Marta y María) gozaban de la amistad del Hijo de Dios. Se desarrolla un célebre diálogo entre las dos hermanas y Jesús, que no podemos leer desde una perspectiva reduccionista: María la mujer contemplativa “que no hace nada”, y Marta la mujer activa “que trabaja por las dos”.
María adopta una posición típica de un discípulo en Israel: escuchar la palabra del Maestro sentada a sus pies. Pero en una interpretación sesgada de esta actitud, en medio del apuro de la otra hermana “que no daba abasto”, pudiera parecer que María era una aprovechada, mientras que Marta era la disipada o acaso la víctima del privilegio de su hermana. Es decir, María escuchaba al Maestro y Marta pagaba el precio del lujo contemplativo de su hermana.
Sin embargo, lo que Jesús “reprocha” a Marta no es su actividad, sino que realice su trabajo sin paz y murmuración de no saber por quién, olvidando la única cosa necesaria, en el afán de tantas otras cosas que no lo son. Jesús no está propugnando la inhibición, sino invitando a la primacía absoluta de su Palabra. Esta escena que hoy contemplamos, con un diálogo tremendamente humano y comprensible, trata de alertarnos sobre los dos extremos que un discípulo de Jesús debería de evitar: tanto un modo de trabajar que nos haga olvidadizos de lo más importante, como un modo de contemplar que nos haga inhibidores de aquellos quehaceres que solidariamente hemos de compartir con los demás.
La tradición cristiana ha resumido esta enseñanza de Jesús en un binomio que recoge la actitud del verdadero discípulo cristiano: contemplativo en la acción y activo en la contemplación. Es decir, que todo cuanto podamos hacer responda a esa Palabra que previamente e incesantemente escuchamos, y al mismo tiempo, que toda verdadera escucha del Señor nos lance no a un egoísmo piadoso que tiene al mismo Dios como coartada, sino a una misión que edifique en la comunión con la Iglesia el proyecto de Dios, su Reino.
Mons. Jesús Sanz Montes
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A veces parece más fácil encontrarte en lo especial, en lo diferente, en lo extraordinario. En una experiencia única, en una amistad increíble, en un amor apasionante, en un acto de heroísmo, en una cruz tremenda…
Pero lo cierto es que también estás en lo cotidiano, en lo que ocurre cada día, en el hoy. Y es importante aprender a verte ahí.
Eres el Dios de lo normal, de las horas tranquilas, de las relaciones serenas, de los gestos sencillos, de las melodías familiares, de las pequeñas alegrías y de las renuncias discretas.
Aunque a veces me cuesta darme cuenta. Parece que siempre tiene uno que estar sintiendo mucho, viviendo mucho, experimentando algo nuevo, diferente. Parece que de otro modo estás encerrado en una vida vulgar.
Pero en realidad lo que es un poco tonto es valorar solo lo especial, o creer que eso es lo que da sentido a la vida.
Porque hay muchas vivencias cotidianas que, si lo pienso bien, son algo grande: El pan nuestro de cada día, la palabra, llena de posibilidades, el ocio, el trabajo, aprender, estudiar, las rutinas que van marcando los días, los términos medios, las inquietudes por cosas sencillas…
Ayúdame, Señor, a valorar lo normal.
A veces también se puede caer en la ceguera respecto a las presencias más habituales. Uno da por sentado a la familia, a muchos amigos, a gente cuya vida se cruza con la tuya sin tener que dejar una huella definitiva…. Y parece que si sus nombres no van a quedar grabados a fuego en el corazón uno deja de darse cuenta de lo mucho que importan.
Y uno deja de comprender cómo se teje la vida en conversaciones sencillas, en colaboraciones puntuales, en afectos tranquilos.
Ayúdame, Señor, a buscarte en las gentes de mi vida.
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