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Con la solemnidad de Cristo Rey se termina todo el ciclo del año litúrgico, centrando la atención en Nuestro Salvador y Redentor, Cristo, que está en el horizonte de nuestras esperanzas y vida.
Os propongo hacer un ejercicio de repaso de las oportunidades regaladas por Dios durante este año, oportunidades de misericordia, amor y salvación. Comprobad que no hemos estado solos: Jesús ha salido siempre a nuestro encuentro, nos ha ofrecido seguridad, ha estado con nosotros en la barca, nos ha invitado a su mesa, nos ha lavado los pies y ha caminado entre nosotros. El Señor Jesús, Maestro y compañero de viaje, está más cercano a nosotros que nosotros mismos.
En la Declaración Dominus Iesus, se dice que «debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único Salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en Él su plenitud y su centro» (n.13). Así es la realeza de Jesucristo.
Publicamos algunos de los pasajes más importantes de la exhortación apostólica postsinodal «Verbum Domini», de Benedicto XVI, en la que recoge las conclusiones del Sínodo de los Obispos del mundo, celebrado en el Vaticano en octubre de 2008, sobre «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia».
Objetivo: «Deseo indicar algunas líneas fundamentales para revalorizar la Palabra divina en la vida de la Iglesia, fuente de constante renovación, deseando al mismo tiempo que ella sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial» (n. 1)
Religión de la Palabra, no del libro: «La fe cristiana no es una ‘religión del Libro’: el cristianismo es la ‘religión de la Palabra de Dios’, no de ‘una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo» (n. 7):
Tradición y Escritura: «Es la Tradición viva de la Iglesia la que nos hace comprender de modo adecuado la Sagrada Escritura como Palabra de Dios. (n. 17)
Sagrada Escritura, inspiración y verdad: «La Sagrada Escritura es la Palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. De ese modo, se reconoce toda la importancia del autor humano, que ha escrito los textos inspirados y, al mismo tiempo, a Dios como el verdadero autor (n. 19).
Dios escucha al hombre: «Es decisivo desde el punto de vista pastoral mostrar la capacidad que tiene la Palabra de Dios para dialogar con los problemas que el hombre ha de afrontar en la vida cotidiana […] La pastoral de la Iglesia debe saber mostrar que Dios escucha la necesidad del hombre y su clamor (n. 23).
Santa Teresa se comparó a sí misma a un castillo. Se vio como si ella y cualquier persona fuera igual que un castillo. Una imagen que en su tiempo se encontraba en cualquier pueblo y por cualquier camino. Castilla, tierra de castillos.
Cuando a los sesenta y dos años nuestra Santa se puso a escribir un libro sobre la aventura de la fe y de su intimidad personal con Dios, un libro que fuera como el retrato de su alma, comenzó diciendo que su alma y «la nuestra es como un castillo todo de diamante o muy claro cristal».
Esa imagen centró todo el argumento de su libro. Dio unidad de sentido a todas las ideas dispersas que se le fueron ocurriendo. Y como se iba a valer de las diversas estancias en que se divide un castillo por dentro, para describir los distintos espacios que uno tiene que recorrer hasta llegar a la unión con Dios, lo llamó el Libro de las Moradas o del Castillo Interior.
Ella y cualquier persona puede compararse también a un castillo, porque por dentro de sí hay como unas moradas ocupadas por quien uno sabe.
“Me dirijo a vosotros a fin de que prestéis vuestra contribución para que la música, inserta en la Iglesia en la celebración de los misterios, sea verdaderamente sacra, es decir, tenga una predisposición a su sublime finalidad religiosa, y sea verdaderamente artística, capaz de mover y transformar los sentimientos del hombre en canto de adoración y súplica a la Santísima Trinidad”
Juan Pablo II
A estas alturas del año litúrgico ya esperamos un Evangelio con este corte apocalíptico. Se nos ha ido preparando para esto, especialmente para centrar la mirada en Jesús, de donde nos viene la salvación.
Si Jesús les recriminó a sus discípulos la falta de fe, cuando le gritaban porque pensaron que se hundía la barca, es natural que nos esté pidiendo a todos nosotros confianza, serenidad, paciencia y perseverancia.
Se nos advierte de varios peligros, no menores, sobre los que hemos de estar alerta, que estemos preparados porque se presentarán falsos profetas; otro peligro es que les prestemos oídos a sus falsas doctrinas…
A propósito de esto, podemos resaltar la advertencia que nos hacía el mismo Papa Benedicto XVI, en el mes de junio pasado: «Con todo, las persecuciones, a pesar de los sufrimientos que provocan, no constituyen el peligro más grave para la Iglesia. El daño mayor, de hecho, lo sufre por lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, corrompiendo la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la belleza de su rostro».
El evangelista san Lucas es sumamente cuidadoso con el lenguaje y dulcifica bastante las cosas, pero en este caso es contundente: Nadie os debe apartar de la fidelidad al Señor: ni la belleza externa, ni los lujos, ni siquiera los desastres naturales…; no debemos alejarnos del Señor ante las persecuciones, o ante los oscuros presagios de traiciones y odios, incluso aunque sean vuestros padres o hermanos los que vayan contra vosotros.
Sin duda que habla con claridad, cuando leemos: «Haced el propósito de no preparar vuestra defensa…», porque el mismo Señor saldrá a nuestro encuentro dándonos las palabras oportunas… ¡Menuda fortaleza nos pide! Pero el consuelo y la esperanza vienen enseguida, cuando nos asegura que tenemos asegurada la protección divina.
Es un tema preferido de san Lucas lo que podría parecer una paradoja: evangelizar a los cristianos de su época, sí, así de simple, pero tiene una explicación, y es que él estaba notando en muchos una cierta dejadez, rutina, tentaciones de dejarlo todo, dejarse llevar…; es decir, que habían perdido la tensión primera.
¿No les parece que tenemos el mismo problema dos mil años después? ¿Qué nos pasa? La solución que pensó él fue que se debía escuchar de nuevo a los testigos, cuidar la interioridad de los cristianos de su época, porque los veía vacíos. Lo que deben hacer es volver a escuchar. La escucha de la Palabra es una Bienaventuranza.
La fe en la victoria de Cristo es un fuerte apoyo para los cristianos que están en apuros, pero, para esto, es necesario saber escuchar y permanecer.
No siempre hablamos de lo mismo cuando decimos lo mismo. Las palabras, trágicamente, adquieren distintos significados cuando se utilizan en distintos contextos, visiones, sensibilidades…
Para comunicarnos, hemos de partir del siempre renovado intento de comprender qué mundo de contenidos se halla tras las palabras de quien me habla.
Uno de esos equívocos se puede encontrar en torno a la palabra “pensamientos”. Tiene, sí, un eco poético en ciertas ocasiones, pero habitualmente nuestra cultura la relaciona con racionalización, intelectualismo, abstracción, lejanía de la vida.
Triste paradoja la de ver en un mundo deshumanizado por la llamada “racionalidad instrumental”, la del mercado y la técnica, y que, precisamente por eso, se embarca en irracionalidades intrumentalizables.
Si dejamos a un lado estos prejuicios, san Juan de la Cruz nos trae el eco de otro tipo de pensamiento y razón. Cuando Juan nos habla del pensamiento, apela a lo que brota del mundo interior, de valores, de sentido e interpretación de la realidad desde Dios, de ética y de conciencia, de vivencia creyente.
Es el mundo del corazón como morada de la Trinidad, donde resuena el eco de la voz de Otro, el eco de la Palabra hecha carne. Y esto no supone una racionalidad fría y científica, intelectualidad fosilizada, cruel, pero tampoco nos habla de irracionalidad.
El pensamiento en Juan no es silogismo ni definición, no es logaritmo ni ejercicio intelectual. Es la huella de Dios y expresión de lo más personal del ser humano.
Edith Stein –había de ser otra mística, ¡cómo si no!- se acerca y nos acerca intuitivamente a esas palabras a través de sus “pensamientos del corazón”, porque no son ideas, sino el cristalizar del mundo del espíritu.
Por eso, si “para lo sensible, el sentido, para el espíritu de Dios, el pensamiento” (Dichos de luz y amor, 36).
El horizonte para comprender el pensamiento de que habla san Juan de la Cruz no está en nada humano, sino en el inefable decirse del Padre en su Palabra, que es su Hijo. Él no traduce una idea, un pensamiento abstracto y racional.
¿Qué hacemos al dedicar este templo? En el corazón del mundo, ante la mirada de Dios y de los hombres, en un humilde y gozoso acto de fe, levantamos una inmensa mole de materia, fruto de la naturaleza y de un inconmensurable esfuerzo de la inteligencia humana, constructora de esta obra de arte. Ella es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que es la Luz, la Altura y la Belleza misma.
En este recinto, Gaudí quiso unir la inspiración que le llegaba de los tres grandes libros en los que se alimentaba como hombre, como creyente y como arquitecto: el libro de la naturaleza, el libro de la Sagrada Escritura y el libro de la Liturgia.
Así unió la realidad del mundo y la historia de la salvación, tal como nos es narrada en la Biblia y actualizada en la Liturgia. Introdujo piedras, árboles y vida humana dentro del templo, para que toda la creación convergiera en la alabanza divina, pero al mismo tiempo sacó los retablos afuera, para poner ante los hombres el misterio de Dios revelado en el nacimiento, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.
De este modo, colaboró genialmente a la edificación de la conciencia humana anclada en el mundo, abierta a Dios, iluminada y santificada por Cristo. E hizo algo que es una de las tareas más importantes hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza.
Esto lo realizó Antoni Gaudí no con palabras sino con piedras, trazos, planos y cumbres. Y es que la belleza es la gran necesidad del hombre; es la raíz de la que brota el tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza. La belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y arranca del egoísmo.
Peregrinar no es simplemente visitar un lugar cualquiera para admirar sus tesoros de naturaleza, arte o historia. Peregrinar significa, más bien, salir de nosotros mismos para ir al encuentro de Dios allí donde Él se ha manifestado, allí donde la gracia divina se ha mostrado con particular esplendor y ha producido abundantes frutos de conversión y santidad entre los creyentes.
Los cristianos peregrinaron, ante todo, a los lugares vinculados a la pasión, muerte y resurrección del Señor, a Tierra Santa. Luego a Roma, ciudad del martirio de Pedro y Pablo, y también a Compostela, que, unida a la memoria de Santiago, ha recibido peregrinos de todo el mundo, deseosos de fortalecer su espíritu con el testimonio de fe y amor del Apóstol (….)
Mediante la fe, somos introducidos en el misterio de amor que es la Santísima Trinidad. Somos, de alguna manera, abrazados por Dios, transformados por su amor. La Iglesia es ese abrazo de Dios en el que los hombres aprenden también a abrazar a sus hermanos, descubriendo en ellos la imagen y semejanza divina, que constituye la verdad más profunda de su ser, y que es origen de la genuina libertad.
Entre verdad y libertad hay una relación estrecha y necesaria. La búsqueda honesta de la verdad, la aspiración a ella, es la condición para una auténtica libertad. No se puede vivir una sin otra.
La Iglesia, que desea servir con todas sus fuerzas a la persona humana y su dignidad, está al servicio de ambas, de la verdad y de la libertad. No puede renunciar a ellas, porque está en juego el ser humano, porque le mueve el amor al hombre, «que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (Gaudium et spes, 24), y porque sin esa aspiración a la verdad, a la justicia y a la libertad, el hombre se perdería a sí mismo.
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