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Queridos hermanos y hermanas, os anuncio con gozo el mensaje de la Navidad: Dios se ha hecho hombre, ha venido a habitar entre nosotros. Dios no está lejano: está cerca, más aún, es el «Emmanuel», el Dios-con-nosotros. No es un desconocido: tiene un rostro, el de Jesús.
Es un mensaje siempre nuevo, siempre sorprendente, porque supera nuestras más audaces esperanzas. Especialmente porque no es sólo un anuncio: es un acontecimiento, un suceso, que testigos fiables han visto, oído y tocado en la persona de Jesús de Nazaret. Al estar con Él, observando lo que hace y escuchando sus palabras, han reconocido en Jesús al Mesías; y, viéndolo resucitado después de haber sido crucificado, han tenido la certeza de que Él, verdadero hombre, era al mismo tiempo verdadero Dios, el Hijo unigénito venido del Padre, lleno de gracia y de verdad.
«El Verbo se hizo carne». Ante esta revelación, vuelve a surgir una vez más en nosotros la pregunta: ¿Cómo es posible? El Verbo y la carne son realidades opuestas; ¿cómo puede convertirse la Palabra eterna y omnipotente en un hombre frágil y mortal? No hay más que una respuesta: el Amor. El que ama quiere compartir con el amado, quiere estar unido a él, y la Sagrada Escritura nos presenta precisamente la gran historia del amor de Dios por su pueblo, que culmina en Jesucristo.
En realidad, Dios no cambia: es fiel a sí mismo. El que ha creado el mundo es el mismo que ha llamado a Abraham y que ha revelado el propio Nombre a Moisés: Yo soy el que soy… el Dios de Abraham, Isaac y Jacob… Dios misericordioso y piadoso, rico en amor y fidelidad.
Dios no cambia, desde siempre y por siempre es Amor. Es en sí mismo comunión, unidad en la Trinidad, y cada una de sus obras y palabras tienden a la comunión. La encarnación es la cumbre de la creación. Cuando, por la voluntad del Padre y la acción del Espíritu Santo, se formó en el regazo de María, Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, la creación alcanzó su cima. El principio ordenador del universo, el Logos, comenzó a existir en el mundo, en un tiempo y en un lugar.
En el tercer domingo de Adviento, la Liturgia propone un pasaje de la Carta de Santiago, que comienza con esta exhortación: «Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor» (5, 7).
Me parece particularmente importante, en nuestros días, subrayar el valor de la constancia y de la paciencia, virtudes que pertenecían al bagaje normal de nuestros padres, pero que hoy son menos populares, en un mundo que exalta, más bien, el cambio y la capacidad para adaptarse a situaciones siempre nuevas y diversas.
Sin nada que quitar a estos aspectos, que también son cualidades del ser humano, el Adviento nos llama a potenciar esa tenacidad interior, esa resistencia de espíritu, que nos permiten no desesperar en la espera de un bien que tarda en llegar, sino más preparar su venida con confianza operante.
«Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca» (Santiago 5, 7-8).
La comparación con el campesino es muy expresiva: quien ha sembrado en el campo tiene ante sí meses de espera paciente y constante, pero sabe que la semilla mientras tanto cumple con su ciclo, gracias a las lluvias de otoño y primavera.
El agricultor no es fatalista, sino que es un modelo de esa mentalidad que une de manera equilibrada la fe y la razón, pues, por una parte, conoce las leyes de la naturaleza y cumple bien con su trabajo, y, por otra, confía en la Providencia, dado que algunas cosas fundamentales no dependen de él, sino que están en las manos de Dios. La paciencia y la constancia son precisamente síntesis entre el compromiso humano y la confianza en Dios.
La cercanía de la Navidad siempre despierta en el corazón de los cristianos la alegría. Por eso, a este tercer domingo de Adviento se le conoce como Gaudete. En él la Iglesia enciende las luces de la Navidad y comienza la fiesta. Nos dice: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca».
Sin embargo, el Evangelio que se escuchará en la Eucaristía puede dar la impresión de que mucho no colabora a la alegría. En él nos encontramos de nuevo con Juan el Bautista, pero en horas bajas. En realidad, la situación de Juan ha cambiado mucho desde la semana pasada. Ahora es muy precaria, está en la cárcel. Ya no es el profeta de tono poderoso que predicaba en el desierto. De un modo dramático se está cumpliendo lo que él mismo dijo: «Conviene que yo disminuya para que Él crezca».
En la debilidad del misterio del dolor y de la injusticia, Juan pasa por su noche oscura y tiene incluso dificultades para reconocer a Aquel que él mismo había anunciado. Por eso, envía a sus discípulos a que le pregunten, en su nombre, a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?»
En la respuesta que dará Jesús es donde realmente aparece la razón de la alegría que hoy anuncia la Iglesia. Jesús responde a la pregunta de Juan el Bautista con su vida. Les dice a los discípulos que le cuenten a su maestro lo que han visto y oído. Está seguro de que Juan le reconocerá como el Mesías por sus obras y palabras.
Este gran profeta, el último del Antiguo Testamento, el más grande de todos los que prepararon la llegada del reino de Dios, recordará lo dicho por Isaías, uno de sus predecesores, y quizás caiga en la cuenta de lo que quiere decirle Jesús: «Los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan. Y los pobres son evangelizados».
Pero es posible también que, en principio, esta respuesta no fuera la esperada por Juan, porque quizás las obras de Jesús no respondían del todo a sus expectativas. En realidad, él lo había anunciado con otros rasgos.
Sin embargo, no se escandaliza ante un Mesías misericordioso, bueno, acogedor y amigo de los pobres. Como todo buscador de Dios, Juan está humildemente abierto a la sorpresa y a la novedad; y, por eso, conocer a este Mesías no es para él una frustración; al contrario, es motivo de una gran alegría: en Jesús ha podido conocer el corazón de Dios y, ahora que participa de la condición de los pobres y los débiles, se sentiría alentado y feliz.
La alegría de la Navidad que hoy anuncia la Iglesia tiene precisamente su raíz y su fuerza en reconocer que Dios viene a nosotros en la sencillez, la humildad y el amor de Jesucristo.
Mons. Rodrígues Magro
La espera, el esperar, es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo.
Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; en la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del resultado de un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la aceptación de un perdón…
Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se lo reconoce por sus esperas: nuestra «estatura» moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: ¿yo qué espero? En este momento de mi vida, ¿a qué tiende mi corazón? Y esta misma pregunta se puede formular a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones?, ¿qué tienen en común?
En el tiempo anterior al nacimiento de Jesús, era muy fuerte en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que finalmente liberaría al pueblo de toda esclavitud moral y política e instauraría el reino de Dios.
Pero nadie habría imaginado nunca que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría pensado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que él pudo encontrar en ella una madre digna. Por lo demás, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos.
Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura «llena de gracia», totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de ella, Mujer del Adviento, a vivir los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que sólo la venida de Dios puede colmar.
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