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¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando y eras ido.
Pastores, los que fueres
allá por las majadas al otero,
si por ventura vieres
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
no cogeré las flores,
ni temeré a las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.
¡Oh bosques y espesuras
plantadas por la mano del Amado!,
¡oh prado de verduras
de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha pasado.
San Juan de la Cruz. Del Cántico Espiritual.
El Adviento es el tiempo que se nos da para acoger al Señor que viene a nuestro encuentro, también para verificar nuestro deseo de Dios, para mirar hacia adelante y prepararnos para el regreso de Cristo.
Él regresará a nosotros en la fiesta de Navidad, cuando haremos memoria de su venida histórica en la humildad de la condición humana; pero Él viene dentro de nosotros cada vez que estamos dispuestos a recibirlo, y vendrá de nuevo al final de los tiempos «para juzgar a los vivos y a los muertos». Por eso debemos estar siempre alerta y esperar al Señor con la esperanza de encontrarlo.
La persona que está atenta es la que, en el ruido del mundo, no se deja llevar por la distracción o la superficialidad, sino que vive de modo pleno y consciente, con una preocupación dirigida en primer lugar a los demás. Con esta actitud nos damos cuenta de las lágrimas y las necesidades del prójimo, y podemos percibir también sus capacidades y sus cualidades humanas y espirituales.
La persona mira después al mundo, tratando de contrarrestar la indiferencia y la crueldad que hay en él y alegrándose de los tesoros de belleza que también existen y que deben ser custodiados. Se trata de tener una mirada de comprensión para reconocer tanto las miserias y las pobrezas de los individuos y de la sociedad, como para reconocer la riqueza escondida en las pequeñas cosas de cada día, precisamente allí donde el Señor nos ha colocado.
La esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.
Como se puede apreciar en el Nuevo Testamento y en especial en las cartas de los Apóstoles, desde el inicio una nueva esperanza distinguió a los cristianos de las personas que vivían la religiosidad pagana.
San Pablo, en su carta a los Efesios, les recuerda que, antes de abrazar la fe en Cristo, estaban «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2, 12). Esta expresión resulta sumamente actual para el paganismo de nuestros días: podemos referirla en particular al nihilismo contemporáneo, que corroe la esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y en torno a él reina la nada: nada antes del nacimiento y nada después de la muerte.
Si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no «destacaran» de la mera materialidad.
Hoy iniciamos en toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo camino de fe, a vivir juntos en las comunidades cristianas, pero también, como siempre, a recorrer dentro de la historia del mundo, para abrirla al misterio de Dios, a la salvación que viene de su amor.
El Año litúrgico empieza con el Tiempo de Adviento: tiempo estupendo en el que se despierta en los corazones la espera de la vuelta de Cristo y la memoria de su primera venida, cuando se despojó de su gloria divina para asumir nuestra carne mortal.
“¡Velad!”. Este es el llamamiento de Jesús en el Evangelio de hoy. Lo dirige no sólo a sus discípulos, sino a todos: “¡Velad!” (Mt 13,37). Es una llamada saludable a recordar que la vida no tiene sólo la dimensión terrena, sino que es proyectada hacia un “más allá”, como una plantita que germina de la tierra y se abre hacia el cielo. Una plantita pensante, el hombre, dotada de libertad y responsabilidad,por lo que cada uno de nosotros será llamado a rendir cuentas de cómo ha vivido, de cómo ha usado las propias capacidades: si las ha conservado para sí o las ha hecho fructificar también para el bien de los hermanos.
También Isaías, el profeta del Adviento, nos hace reflexionar hoy con una sentida oración, dirigida a Dios en nombre del pueblo. Reconoce las faltas de su gente, y en un cierto momento dice: “Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a tí; porque tu nos escondías tu rostro y nos entregabas a nuestras maldades” (Is 64,6).
¿Cómo no quedar impresionados por esta descripción? Parece reflejar ciertos panoramas del mundo postmoderno: las ciudades donde la vida se hace anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el hombre el único amo, como si fuera él el artífice y el director de todo: construcciones, trabajo, economía, transportes, ciencias, técnica, todo parece depender sólo del hombre. Y a veces, en este mundo que parece casi perfecto, suceden cosas chocantes, o en la naturaleza, o en la sociedad, por las que pensamos que Dios pareciera haberse retirado, que nos hubiera, por así decir, abandonado a nosotros mismos.
En realidad, el verdadero “dueño” del mundo no es el hombre, sino Dios. El Evangelio dice: “Así que velad, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de la casa, si al atardecer o a media noche, al canto del gallo o al amanecer. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos” (Mc 13,35-36).
El Tiempo de Adviento viene cada año a recordarnos esto para que nuestra vida reencuentre su justa orientación hacia el rostro de Dios. El rostro no de un “amo”, sino de un Padre y de un Amigo. Con la Virgen María, que nos guía en el camino del Adviento, hagamos nuestras las palabras del profeta: «Señor, tu eres nuestro padre; nosotros somos de arcilla y tu el que nos plasma, todos nosotros somos obra de tus manos” (Is 64,7).
Benedicto XVI. Ángelus I Domingo Adviento 2011
En el tercer domingo de Adviento, la Liturgia propone un pasaje de la Carta de Santiago, que comienza con esta exhortación: «Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor» (5, 7).
Me parece particularmente importante, en nuestros días, subrayar el valor de la constancia y de la paciencia, virtudes que pertenecían al bagaje normal de nuestros padres, pero que hoy son menos populares, en un mundo que exalta, más bien, el cambio y la capacidad para adaptarse a situaciones siempre nuevas y diversas.
Sin nada que quitar a estos aspectos, que también son cualidades del ser humano, el Adviento nos llama a potenciar esa tenacidad interior, esa resistencia de espíritu, que nos permiten no desesperar en la espera de un bien que tarda en llegar, sino más preparar su venida con confianza operante.
«Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca» (Santiago 5, 7-8).
La comparación con el campesino es muy expresiva: quien ha sembrado en el campo tiene ante sí meses de espera paciente y constante, pero sabe que la semilla mientras tanto cumple con su ciclo, gracias a las lluvias de otoño y primavera.
El agricultor no es fatalista, sino que es un modelo de esa mentalidad que une de manera equilibrada la fe y la razón, pues, por una parte, conoce las leyes de la naturaleza y cumple bien con su trabajo, y, por otra, confía en la Providencia, dado que algunas cosas fundamentales no dependen de él, sino que están en las manos de Dios. La paciencia y la constancia son precisamente síntesis entre el compromiso humano y la confianza en Dios.
La cercanía de la Navidad siempre despierta en el corazón de los cristianos la alegría. Por eso, a este tercer domingo de Adviento se le conoce como Gaudete. En él la Iglesia enciende las luces de la Navidad y comienza la fiesta. Nos dice: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca».
Sin embargo, el Evangelio que se escuchará en la Eucaristía puede dar la impresión de que mucho no colabora a la alegría. En él nos encontramos de nuevo con Juan el Bautista, pero en horas bajas. En realidad, la situación de Juan ha cambiado mucho desde la semana pasada. Ahora es muy precaria, está en la cárcel. Ya no es el profeta de tono poderoso que predicaba en el desierto. De un modo dramático se está cumpliendo lo que él mismo dijo: «Conviene que yo disminuya para que Él crezca».
En la debilidad del misterio del dolor y de la injusticia, Juan pasa por su noche oscura y tiene incluso dificultades para reconocer a Aquel que él mismo había anunciado. Por eso, envía a sus discípulos a que le pregunten, en su nombre, a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?»
En la respuesta que dará Jesús es donde realmente aparece la razón de la alegría que hoy anuncia la Iglesia. Jesús responde a la pregunta de Juan el Bautista con su vida. Les dice a los discípulos que le cuenten a su maestro lo que han visto y oído. Está seguro de que Juan le reconocerá como el Mesías por sus obras y palabras.
Este gran profeta, el último del Antiguo Testamento, el más grande de todos los que prepararon la llegada del reino de Dios, recordará lo dicho por Isaías, uno de sus predecesores, y quizás caiga en la cuenta de lo que quiere decirle Jesús: «Los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan. Y los pobres son evangelizados».
Pero es posible también que, en principio, esta respuesta no fuera la esperada por Juan, porque quizás las obras de Jesús no respondían del todo a sus expectativas. En realidad, él lo había anunciado con otros rasgos.
Sin embargo, no se escandaliza ante un Mesías misericordioso, bueno, acogedor y amigo de los pobres. Como todo buscador de Dios, Juan está humildemente abierto a la sorpresa y a la novedad; y, por eso, conocer a este Mesías no es para él una frustración; al contrario, es motivo de una gran alegría: en Jesús ha podido conocer el corazón de Dios y, ahora que participa de la condición de los pobres y los débiles, se sentiría alentado y feliz.
La alegría de la Navidad que hoy anuncia la Iglesia tiene precisamente su raíz y su fuerza en reconocer que Dios viene a nosotros en la sencillez, la humildad y el amor de Jesucristo.
Mons. Rodrígues Magro
La espera, el esperar, es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo.
Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; en la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del resultado de un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la aceptación de un perdón…
Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se lo reconoce por sus esperas: nuestra «estatura» moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: ¿yo qué espero? En este momento de mi vida, ¿a qué tiende mi corazón? Y esta misma pregunta se puede formular a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones?, ¿qué tienen en común?
En el tiempo anterior al nacimiento de Jesús, era muy fuerte en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que finalmente liberaría al pueblo de toda esclavitud moral y política e instauraría el reino de Dios.
Pero nadie habría imaginado nunca que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría pensado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que él pudo encontrar en ella una madre digna. Por lo demás, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos.
Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura «llena de gracia», totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de ella, Mujer del Adviento, a vivir los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que sólo la venida de Dios puede colmar.
Benedicto XVI, Adviento 2010
Fue como una extraña lotería que tocó sin haber jugado, sin merecerla, pero que tuvo tino. Y explotó una alegría regalada y sin fecha de caducidad. Todos los profetas que en el mundo han sido, han sufrido el vértigo de anunciar esperanza a un pueblo desesperanzado; anunciar alegría, a gentes resignadas a tristeza y luto: ¿veis el desierto y los yermos, el páramo y la estepa? Pues florecerán como el narciso, y sonreirán con un gozo verdadero. ¿Os abruma la soledad, que vuestra situación no hay nada ni nadie que la pueda cambiar? Pues no pactéis con la tristeza y que el miedo no llene vuestro corazón, sed fuertes, no temáis: vuestro Dios viene en persona, para resarciros y salvaros.
Y como quien está ciego y vuelve a la luz, como quien renquea de cojera y salta cual cervatillo, como mudo amilanado que consigue cantar…, así veréis terminar vuestro destierro, soledad, tristeza, pesadumbre…, y volveréis a vuestra tierra como rescatados del Señor. Esta explosión de vida que tiene la huella creadora del único Hacedor, se prolonga en el Evangelio: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. La alegría profetizada por Isaías encontrará su plenitud en Jesús.
Cada uno tendrá que reconocer cuáles son sus desiertos, sus yermos, sus páramos; y poner biográficamente nombre a la ceguera, la sordera, la cojera o la mudez que nos embargan. Pero es en toda esa situación donde hemos de esperar a quien viene para rescatarnos de la muerte, de la tristeza, del fatalismo. Somos llamados a testimoniar ante el mundo esa alegría que nos ha acontecido, que se ha hecho también para nosotros el rostro, la carne y la historia de Jesucristo: id y anunciad no las fantasías que se os ocurran, sino lo que estáis viendo y oyendo. Así hicieron los primeros cristianos, y así transformaron ya una vez el mundo.
Entonces la alegría deja de ser un lujo conquistado o una pose fingida, y se convierte en una urgencia, en una evangelización, en un catecismo. Ésta es la alegría que esperamos y que se nos dará por quien está viniendo. Una alegría que no nos podrán arrebatar, como ya profetizó Cristo. La alegría que consiste en reconocer ese factor nuevo que se ha introducido en la Historia, que permite ver las cosas de modo distinto, y abrazarlas, y disponerse de la mejor manera para llegar a cambiarlas. Ese factor se llama gracia, y tiene el nombre y el rostro de quien nos la da: Jesús el esperado, Jesús el que vino, Jesús el que volverá sin haber dejado nunca nuestro camino.
«Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación.»
En el intento de levantar el ánimo, suscitar optimismo e invitar a la confianza, podría rebuscar noticias positivas y con ellas, argumentar de forma coherente para mostrar el lado amable de la vida y la posibilidad de mantener de manera lógica la esperanza.
Sin duda que cada día se pueden descubrir gestos generosos, discursos sinceros, obras colmadas de belleza y armonía que nacen de la nobleza y bondad humanas. Podría invitar a abrir los ojos a la belleza, al arte, a lo estético que en muchos ambientes se procura con envolvente comercial. Hay ceremonias donde no falta la ornamentación floral, el acompañamiento de la buena música, el protocolo delicado, la educación refinada y la alta sensibilidad en las relaciones personales.
¿Quién no ha asistido a lo largo de su historia, en medio de circunstancias dolorosas, a escenas que se han resuelto de forma heroica, en las que se ha superado el despojo y la desgracia, sublimando el llanto y dando a lo más oscuro y triste la luz transfiguradora de la aceptación y hasta de la expresión lírica conmovedora?
Se pueden hilar estos retazos, unir como teselas de mosaico los distintos acontecimientos luminosos, tejer las escenas bondadosas y llegar a sobreponerlos frente a la invasión informativa de noticias violentas.
“No temáis, dentro de unos días vendrá a vosotros el Señor”.
Si queréis, puedo contaros lo que Dios ha hecho conmigo. Felices los que oyen y creen, porque todo creyente concibe y engendra en sí mismo la Palabra de Dios, y reconoce su obra.
Ojalá en todos nosotros haya un alma como la de María y su espíritu, para que también nosotros podamos alegrarnos en Dios y glorificarlo, como ella lo hizo. Porque si corporalmente no hay más que una madre de Cristo, en cambio, por la fe, Cristo es el fruto de todos, pues todos recibimos la Palabra de Dios y todos, por eso, proclamamos la grandeza del Señor y nos alegramos en Dios nuestro Salvador. Si obramos en nuestra vida justa y religiosamente, Cristo vuelve a nacer para todos, para el mundo. Se convierte en Emmanuel, es decir: en “Dios-con-nosotros”. Es Sol, es Luz, Justicia que ilumina, Consuelo y Fortaleza, Pañuelo inmenso para enjugar todas las lágrimas.
Apresúrate, Señor Jesús, y no tardes. Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador! Ven y juega un rato, Señor, conmigo. Que me sienta en mi hogar cuando, interrumpiendo el juego, me digas: “a dormir” e inmediatamente me ponga a descansar en tu regazo. Al despertar, encontraré escrita la palabra amor en todas partes, porque de verdad el amor habrá echado raíces en el corazón las personas. “Ven, luz verdadera. Ven, vida eterna. Ven, misterio escondido. Ven, tesoro sin nombre. Ven, luz sin declive. Ven, despertador de los dormidos…”
San Simón el Nuevo Teólogo
Por más que leamos el evangelio de este último domingo de Adviento, no deja de sorprender. Que Dios hable con el hombre pertenece a la esencia misma de su hechura: lo creó para dialogar con él cara a cara como es habitual entre amigos y ganarse su confianza. Ahí están los paseos de Dios con Adán, al caer la tarde, en el paraíso de la gracia aún no perdida. Y ahí están los textos bíblicos confirmando diálogos de Dios con el hombre, ya caído en pecado, que expresan hasta qué punto cuenta con él, discute y lucha, conversa y calla, seduce y se deja conquistar por los justos y sencillos. Dios ha hecho al hombre para el diálogo, porque el mismo Dios en su comunión trinitaria dialoga entre sí. También en esto, el hombre es imagen y semejanza suya.
Pero que Dios dialogue, en la cámara secreta de una virgen, solicitando un sí, libre y obediente, para que su Hijo tome nuestra carne y se una para siempre a nuestro destino, sobrepasa toda comprensión y medida de nuestra lógica. Porque aquí, en este diálogo entre Gabriel y María, Dios hace depender su plan salvador del sí de una mujer que lo pronuncia en la plena libertad que le otorga la gracia. Este diálogo, para el que Dios ha preparado desde toda la eternidad a María, indica el grado de confianza que Dios concede al hombre que se deja amar por Él. Dios pidiendo favores; mendigando un sí; buscando complicidad para su obra. ¿Quién podrá mantener la tesis de que Dios no se fía del hombre, o se distancia de él, o le destierra de su lado? ¿Cómo no entender que, desde toda la eternidad, Dios ha querido ser hombre y que en la plenitud de los tiempos quiso ser conocido como el nacido de mujer?
Más aún. Para hacer los mundos, la primera creación, bastó una palabra suya, rotunda y poderosa, dirigida a la nada o al caos informe: Hágase. Y la luz, las aguas, la tierra y las luminarias del cielo, los animales y el hombre fueron hechos. La creación quedó concluida. Ahora, cuando llega el momento de la nueva y segunda creación, Dios dialoga con una virgen llamada María, y le pide que sea ella quien pronuncie el hágase de los nuevos orígenes; un hágase que sonaría en los oídos de Dios como un eco, pobre y humilde, virginal y obediente, dicho en la fe, de aquel primer hágase que constituyó los mundos. Cuando el hágase en mí según tu palabra resonó en lo más alto del cielo, Dios consumó su diálogo con el hombre, y le habló para siempre su Palabra, el Verbo; y se lo dio a una Virgen que con su sí abrió las puertas de su seno a la nueva creación que es Jesucristo.
¿Y habrá quien piense aún que Dios no se fía del hombre?
César Franco
El tercer domingo de Adviento se llama domingo «de la alegría» y marca el paso de la primera parte, prevalecientemente austera y penitencial, del Adviento a la segunda parte dominada por la espera de la salvación cercana. El título le viene de las palabras «Estad siempre alegres» (gaudete) que se escuchan al inicio de la Misa: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca» (Filipenses, 4,4-5). Pero el tema de la alegría invade también el resto de la liturgia de la Palabra. En la primera lectura oímos el grito del profeta: «Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios». El Salmo responsorial es el Magnificat de María, intercalado del estribillo: «Me alegro con mi Dios». La segunda lectura, finalmente, comienza con las palabras de Pablo: «Hermanos: Estad siempre alegres».
Ser felices es tal vez el deseo humano más universal. Todos quieren ser felices. El poeta alemán Schiller cantó este anhelo universal al gozo en una poesía que después Beethoven inmortalizó, haciendo el famoso Himno a la Alegría que concluye la Novena Sinfonía. También el Evangelio es, a su modo, un largo himno a la alegría. El nombre mismo «evangelio» significa, como sabemos, feliz noticia, anuncio de alegría. Pero el discurso de la Biblia sobre la alegría es un discurso realista, no idealista ni veleidoso. Con la comparación de la mujer que da a luz (Juan 16,20-22), Jesús nos ha dicho muchas cosas. El embarazo no es en general un período fácil para la mujer. Es más bien un tiempo de molestias, de limitaciones de todo tipo: no se puede hacer, comer ni llevar puesto lo que se desea, ni ir adonde se quiera. Sin embargo, cuando se trata de un embarazo deseado, vivido en un clima sereno, no es un tiempo de tristeza, sino de alegría. El porqué es sencillo: se mira adelante, se pregusta el momento en que se podrá tener en brazos a la propia criatura. He oído a varias madres decir que ninguna otra experiencia humana se puede comparar a la felicidad que se experimenta al convertirse en madre.
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