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“Eso que pretendes y lo que más deseas no lo hallarás por esa vía tuya ni por la alta contemplación, sino en la mucha humildad y rendimiento de corazón”.

San Juan de la Cruz. Dichos de luz y amor, 40.

 

A lo largo de los siglos no ha cejado el empeño del ser humano por conocerse, por descubrir lo más genuino y esencial de sí mismo. Cada época ha acentuado de alguna manera lo que ha considerado lo más distintivo de la persona. Quizá en Occidente nos ha deslumbrado sobre todo el poder de la inteligencia humana, llegando a los extremos de una razón desencarnada, instrumental, inhumana al fin.

Sin embargo, nadie podrá negar nunca desde la humilde experiencia del vivir la fuerza que en nuestra existencia tiene el deseo. Somos seres que desean, movidos constantemente por la carencia de lo que, a pesar de todo, no sabemos nombrar. Seres en constante búsqueda de una plenitud que se nos hurta, vamos tras la seducción de mil y una cosas, promesas para un deseo que no acaba de saciarse.

Juan de la Cruz conoce la fuerza del deseo, él mismo ha vivido, como todos los místicos y místicas de la historia, en pos de un único deseo en el que han centrado su persona entera. Nos llega el eco de su voz a través de los siglos para recordarnos que el deseo solamente encuentra su senda de felicidad cuando se dirige a un único horizonte, el horizonte de Dios. Entonces deja de ser una fuerza que nos desgarra, nos frustra y nos pierde en un bosque oscuro de objetos pues que, por desgracia, puede incluso tomar por objeto lo más sagrado: a Dios mismo y la persona del prójimo.

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Santa Teresa se comparó a sí misma a un castillo. Se vio como si ella y cualquier persona fuera igual que un castillo. Una imagen que en su tiempo se encontraba en cualquier pueblo y por cualquier camino. Castilla, tierra de castillos.

Cuando a los sesenta y dos años nuestra Santa se puso a escribir un libro sobre la aventura de la fe y de su intimidad personal con Dios, un libro que fuera como el retrato de su alma, comenzó diciendo que su alma y «la nuestra es como un castillo todo de diamante o muy claro cristal».

Esa imagen centró todo el argumento de su libro. Dio unidad de sentido a todas las ideas dispersas que se le fueron ocurriendo. Y como se iba a valer de las diversas estancias en que se divide un castillo por dentro, para describir los distintos espacios que uno tiene que recorrer hasta llegar a la unión con Dios, lo llamó el Libro de las Moradas o del Castillo Interior.

Ella y cualquier persona puede compararse también a un castillo, porque por dentro de sí hay como unas moradas ocupadas por quien uno sabe.

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No siempre hablamos de lo mismo cuando decimos lo mismo. Las palabras, trágicamente, adquieren distintos significados cuando se utilizan en distintos contextos, visiones, sensibilidades…

Para comunicarnos, hemos de partir del siempre renovado intento de comprender qué mundo de contenidos se halla tras las palabras de quien me habla.

Uno de esos equívocos se puede encontrar en torno a la palabra “pensamientos”. Tiene, sí, un eco poético en ciertas ocasiones, pero habitualmente nuestra cultura la relaciona con racionalización, intelectualismo, abstracción, lejanía de la vida.

Triste paradoja la de ver en un mundo deshumanizado por la llamada “racionalidad instrumental”, la del mercado y la técnica, y que, precisamente por eso, se embarca en irracionalidades intrumentalizables.

Si dejamos a un lado estos prejuicios, san Juan de la Cruz nos trae el eco de otro tipo de pensamiento y razón. Cuando Juan nos habla del pensamiento, apela a lo que brota del mundo interior, de valores, de sentido e interpretación de la realidad desde Dios, de ética y de conciencia, de vivencia creyente.

Es el mundo del corazón como morada de la Trinidad, donde resuena el eco de la voz de Otro, el eco de la Palabra hecha carne. Y esto no supone una racionalidad fría y científica, intelectualidad fosilizada, cruel, pero tampoco nos habla de irracionalidad.

El pensamiento en Juan no es silogismo ni definición, no es logaritmo ni ejercicio intelectual. Es la huella de Dios y expresión de lo más personal del ser humano.

Edith Stein –había de ser otra mística, ¡cómo si no!- se acerca y nos acerca intuitivamente a esas palabras a través de sus “pensamientos del corazón”, porque no son ideas, sino el cristalizar del mundo del espíritu.

Por eso, si “para lo sensible, el sentido, para el espíritu de Dios, el pensamiento” (Dichos de luz y amor, 36).

El horizonte para comprender el pensamiento de que habla san Juan de la Cruz no está en nada humano, sino en el inefable decirse del Padre en su Palabra, que es su Hijo. Él no traduce una idea, un pensamiento abstracto y racional.

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Más vale estar cargado junto al fuerte que aliviado junto al flaco. Cuando estás cargado estás junto a Dios, que es tu fortaleza, el cual está con los atribulados. Cuando estás aliviado estás junto a ti, que eres tu misma flaqueza; porque la virtud y fuerza del alma en los trabajos de paciencia crece y se confirma.

S. Juan de la Cruz, Dichos de Luz y Amor, 4

 

Extrañas palabras, las de Juan de la Cruz. Porque ¿acaso alguien puede preferir la tribulación al descanso? Y, paradójicamente, tribulación es fortaleza y descanso debilidad. Entonces ¿preferiremos ser débiles a ser fuertes? Estamos ante un dilema que desaparece en cuanto abrimos nuestra mirada al fondo de las cosas.

Ahí es donde nos hallamos frente a nuestra propia realidad y la verdad de nuestra opción por Cristo y el Evangelio. La pregunta se convierte en ¿qué es lo más importante? Quizá prefiera mi tranquilidad, que nadie ni nada perturben mi existencia, quizá buena, pero acomodada. Ahí preferimos nuestra propia flaqueza, lo más superficial de lo que somos, la periferia de la vida. Juan nos anima a elegir “meternos en líos”, complicarnos la vida, no huir del dolor y de la cruz que lleva el ser cristiano.

No se trata de “desear” el malestar. Se trata de querer quererle a Él por encima de todas las cosas, querer seguirle hasta el final, ese final que no es el calvario, sino la resurrección que nace de la pasión. La coherencia con el Evangelio resulta con frecuencia carga y tribulación. Pero lo importante en ese momento es la certeza de vivir acompañados y sostenidos por el único Fuerte, el Compasivo que se inclina tiernamente sobre el corazón apesadumbrado y dolorido. Junto a Él se hace llevadero el camino y en Él, la oscuridad no es retroceso, sino crecer y confirmar “la virtud y fuerza del alma”. Los “trabajos del Evangelio”, que nos diría Pablo, son “trabajos de paciencia”, de padecer y esperar en el Crucificado.

oracion recogimiento

En este texto seleccionado de Edith Stein se nos  invita a conocer nuestra propia interioridad para abrirnos a la gracia y aceptar con disponibilidad la voluntad de Dios en cada amanecer.

“Lo que nosotros podemos y tenemos que hacer es: abrirnos a la gracia. Esto significa renunciar totalmente a nuestra propia voluntad, para entregarnos totalmente a la voluntad divina, poniendo nuestra alma, dispuesta a recibirle y dejarse modelar por El, en las manos de Dios. Este es el contexto primario que nos permite vaciarnos de nosotros mismos y alcanzar un estado de paz interior.

Nuestra interioridad se ve colmada por propia naturaleza de muy diversas maneras hasta tal punto, que una cosa empuja a la otra y todas ellas mantienen el alma en un movimiento constante; a menudo incluso en conflicto y perturbación. Las obligaciones y preocupaciones del día se acumulan en nuestro entorno en el momento mismo de despertarnos por la mañana, si es que no interrumpieron ya la tranquilidad de la noche. En ese momento se plantean ya cuestiones tan incómodas como estas: ¿Cómo puedo sobrellevar tantas cosas en un solo día? ¿Cuándo podré hacer esto o aquello? ¿Cómo puedo solucionar tal o cual problema? Parece que quisiéramos lanzarnos agitadamente o precipitarnos sobre los acontecimientos del día, para poder tomar las riendas en las manos y decir: ¡hecho!

Pero realmente importante es no dejarse turbar en ese momento: mi primera hora en la mañana le pertenece al Señor. Hoy quiero ocuparme de las obras que el Señor quiere encomendarme y El me dará la fuerza para realizarlas. De esa manera quiero subir al altar del Señor. Aquí no está en juego mi propia persona o mis cuestiones personales, pequeñas y sin importancia, aquí se trata de la gran ofrenda expiatoria. Yo puedo participar de ella para purificarme y llenarme de alegría y para ofrecerme en el altar con todas mis obras y mis sufrimientos.

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Cristo San Fco Murillo

Yo me sé sostenida y este sostén me da calma y seguridad. Ciertamente no es la confianza segura de sí mismo del hombre que, con su propia fuerza, se mantiene de pie sobre el suelo firme, sino la seguridad suave y alegre del niño que reposa sobre un brazo fuerte, es decir, una seguridad que, vista objetivamente, no es menos razonable».

Edith Stein. De Ser finito y ser eterno.

Seguridad, ésta es una palabra importantísima para el mundo de hoy. Nos sentimos amenazados por mil y una realidades, pero también por numerosos fantasmas que sirven a intereses poderosos. Una sociedad bajo amenaza es siempre susceptible de vender su libertad a cambio de “seguridad”. Pero ¿qué seguridad nos venden?

En medio de esta complejidad, encontramos demasiadas veces personas que se sienten incapaces de sostenerse sobre sus propios pies: mantener sus convicciones, apostar por algo en la vida, emprender nuevos retos, descubrir otros horizontes… en resumen, vivir convencidos de que pueden mantenerse en pie en medio de los cambios, la inseguridad y las incertidumbres de la vida.

Entre una sociedad blindada y unas personas frágiles, parece que no se puede encontrar una salida. Edith Stein, con su peculiar sensibilidad ante lo oscuro de nuestra humanidad, nos ayuda a volver la mirada hacia la fuente de la Vida. Hay muchas ofertas: para nuestras necesidades, para nuestros deseos; ofertas de sentido y de amor, de metas y de proyectos. La que nos ofrece Edith está más allá de nuestras manos y se encuentra en las manos de Otro que nos sale al encuentro desde el interior de nuestra propia debilidad.

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CREER PARA VER

Padre, en aquellos momentos en que cuestionan mi fe; dame serenidad y fuerza.

Señor, cuando yo mismo me pregunte quién soy y quién eres para mí; ayúdame a sentir Tu Amor.

Que crea, Padre, como el ciego, que confíe en Ti, que espere en Ti y que descubra quién eres en mi vida.

Que me aferre, Señor, al Padre que ama, que cuida y protege a sus hijos. Y me aleje de la imagen castigadora y distante del fariseo.

Porque al final siempre eres ternura, entrega y generosidad.

Que la oración sea mi agua de Siloé, que tu Palabra sea el encuentro en el camino,
que mi fe sea mi vista.

Que no se cierren mis ojos,
que vea al mirar, que me deje hacer por Ti como el ciego de Siloé.

Y que mi boca bendiga tu nombre por haber experimentado tu Amor recibido. Amén.

Víctor MB

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