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La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad.
En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario.
Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24).
Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios.
El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24).
Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25).
Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.
Ahora vemos los frutos de este tiempo de Cuaresma: comienzan a tomar color todos los sacrificios, ayunos y limosnas que has elegido como medio de purificar la vida y las intenciones.
No habéis perdido el tiempo dándole primacía al silencio fecundo y a la vida interior. Está dando resultado la conversión cotidiana, como respuesta a la llamada de Jesús, a nuestra identidad, a contemplar aquello que somos y a trabajar en lo que debemos llegar a ser.
Es posible que alguno necesite oír que Dios le acompaña, que no está solo en esta aventura, que está cerca, para estar seguro. Pues abrid bien los oídos, que eso mismo escucharéis en el Evangelio de este domingo.
Nadie estuvo más solo que tus manos
perdidas entre el hierro y la madera;
mas cuando el Pan se convirtió en hoguera
nada estuvo más lleno que tus manos.
Nadie estuvo más muerto que tus manos
cuando, llorando, las besó María;
mas cuando el Vino ensangrentado ardía
nada estuvo más vivo que tus manos.
Nada estuvo más ciego que mis ojos
cuando creí mi corazón perdido
en un ancho desierto sin hermanos.
Nadie estaba más ciego que mis ojos.
Grité, Señor, porque te habías ido.
Y Tú estabas latiendo entre mis manos.
¿Qué hacer entonces? Salir… ponernos en éxodo (el Éxodo es el libro que la Iglesia nos propone leer en la Cuaresma), adentrarnos en nuevos caminos, no sabidos ni experimentados, recorrer geografías inexploradas.
El éxodo hacia nuestros centros vitales, hacia la propia vocación, hacia una profunda espiritualidad, nos capacitará para afrontar los nuevos confines y fronteras. Esto no es fácil, pero es necesario, si queremos vivir. Si no lo hacemos, no solo se desmoronarán las obras que antaño levantamos, sino que se desmoronará nuestra propia vida personal y comunitaria y crecerá el malestar en la convivencia de unos con otros.
El éxodo al desierto puede ser ocasión de retomar el camino con esperanza. Dedicar un día a hacerlo más consciente no es pérdida de tiempo, es un momento vocacional. La vocación auténtica es más necesaria que nunca: aquella vocación que ha escuchado y respondido y, por tanto, está dispuesta a caminar, en todos los sentidos, en medio de la noche.
Es una pena que la oración no haya tenido demasiada buena prensa entre el pueblo cristiano. «A la puerta de rezador no pongas el trigo al sol» era un refrán que recuerdo haber oído cuando era muchacho. Puede que se tratara no más que de un estereotipo tan injusto como casi todos. O quizá es que no se notaba cambio en las personas que frecuentaban el templo; que el supuesto trato con el Señor no les llevaba a ser más auténticas, más generosas, más tolerantes o menos chismosas.
Tampoco hoy soplan los vientos a favor. A una sociedad que adopta la eficacia y el rendimiento como criterios supremos de vida no es extraño que la oración le parezca una inútil perdida de tiempo.
No es raro el caso de quienes han abandonado la oración convencidos de que Dios no escucha ni resuelve los problemas, o el de cristianos activos que, por un déficit en su formación, han llegado al convencimiento de que la mejor oración es el compromiso en la vida. En otros muchos pesa, sin duda, la pérdida del sentido de Dios; aunque luego, bajo formas secularizadas, retorne, una y otra vez, la necesidad del silencio, del encuentro con uno mismo.
Entiéndase que, con lo anterior, no estoy afirmando que la oración haya muerto en nuestra Iglesia. Tenemos, gracias a Dios, ejemplares comunidades contemplativas que hacen de la oración su ocupación primera. Hay familias donde todavía la oración es un ejercicio habitual y saludable. Y nuestras celebraciones litúrgicas, en general, han ganado mucho en calidad y contenidos.
Jesús, que no dejó nunca de recomendar la oración, oraba permanentemente, incluso cuando más agobiante era el trabajo y más solicitado estaba por las multitudes. Tanto, que los discípulos intuyeron que las largas horas de oración tenían mucho que ver con aquella familiaridad con el Padre que transparentaba su vida y con la fortaleza para emprender un camino sin retorno. Por eso, como una seducción, les brotó espontánea la súplica: «Señor, enséñanos a orar».
En el segundo domingo de cuaresma vemos a Jesús subiendo, con el grupo más íntimo de discípulos, al monte Tabor para hacer oración. Y «mientras oraba, dice el Evangelio, su rostro se transfiguró y sus vestidos aparecieron blancos y relucientes, como no los dejaría ningún batanero del mundo».
“Que no sabemos lo que nos pasa. Eso es lo que nos pasa” (Ortega y Gasset)
En esta época de cambio o cambio de época necesitamos entendernos, lo que requiere una forma de vivir más abierta y reflexiva, y encontrar quien nos dé luz para entendernos y nos enseñe el arte de vivir y a manejarnos bien en las situaciones que nos toca vivir aquí y ahora. Pensar que nos entendemos sin entender a los demás, es desatino, porque nos pertenecemos los unos a los otros.
La cultura que nos rodea, centrada fuertemente sobre el sujeto, ha contribuido a difundir el valor y la dignidad de la persona humana; esto es un gran avance. Pero cuando la libertad se hace arbitraria y la autonomía de la persona se entiende como independencia de los demás hermanos, entonces nos encontramos ante formas de idolatría, que no solo no nos dan libertad sino que nos esclavizan.
“No tendrás un dios extraño, no adorarás un dios extranjero; yo soy el Señor Dios tuyo, que te saqué del país de Egipto. Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer: los entregué a su corazón obstinado, para que anduviesen según sus antojos. Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino: en un momento humillaría a sus enemigos y volvería mi mano contra sus adversarios” (Sal 80).
“La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Oseas 2,16).
En busca de la interioridad, donde la vida se unifica y se hace fuerte. Como los nudos de la caña de bambú que la hacen fuerte para afrontar los vendavales y las tormentas. Este camino se ha de andar con libertad y alegría, acallando todo runrún que dificulte la siembra. Algunas actitudes para el camino de Cuaresma:
Estar abiertos
“La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto incompleto, que es preciso seguir realizando. La pregunta fundamental de todo hombre es: ¿cómo se lleva a cabo este proyecto de realización del hombre? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino que lleva a la felicidad?” (Cardenal Ratzinger, 2000).
Está abierto el nómada, que se compromete, entrega su vida, parte su pan en una eucaristía. Está cerrado el sedentario, que guarda su vida, la defiende, la aísla de los demás.
Tener la confianza de un niño
Para toda crisis, para toda situación difícil, hay salida. Pactar con la fragilidad es falta de fe, porque se absolutiza la debilidad. Cuando solo Dios es Dios, no hay nada irremediable. Podemos ser roca áspera, cerrados a todo, pero podemos ser arena suave, obediente al aire del Espíritu; entonces confiamos.
Dios está abierto a nosotros; la Cuaresma es un camino abierto hacia la alegría de la Pascua. Por lo tanto, “no te pongas en menos” (San Juan de la Cruz), no pienses mal de ti ni de los demás, no des por terminada la esperanza.
En el pórtico de la Cuaresma recién comenzada encontramos a Jesús tentado por el diablo. La Biblia tiene varios nombres para este personaje, pero en todos subyace el mismo cometido de su misión: el que separa, el que arranca; diablo, dia-bolus: el que divide. El demonio –en medio de mundo que lo ignora y lo frivoliza– está más presente que nunca en los miedos, en los dramas, en las mentiras y en los vacíos del hombre postmoderno, aparentemente desenfadado, juguetón y divertido.
Con Jesús, como con todos, el diablo tratará de hacerle una única tentación, aunque con diversos matices: romper la comunión con el Padre Dios. Para este fin, todos los medios serán aptos, desde citar la misma Biblia hasta disfrazarse de ángel de luz. Las tres tentaciones de Jesús son un ejemplo actualísimo: desde tu hambre, convierte las piedras en pan; desde tus aspiraciones, hazte dueño de todo; desde tu condición de hijo de Dios, pon a prueba su protección. Dicho de otro modo: el dia-bolus tratará de conducir a Jesús por un camino en el que Dios o es banal y superfluo, o es inútil y pernicioso.
Prescindir de Dios porque yo reduzco mis necesidades a un pan que yo mismo puedo fabricarme, cual si fuera mi propia hada mágica (1ª tentación). Prescindir de Dios modificando su plan sobre mí, incluyendo aspiraciones de dominio que no tienen que ver con la misión que Él me confió (2ª tentación). Prescindir de Dios banalizando su providencia, haciéndola capricho o divertimento (3ª tentación). Esto resulta actual si vamos traduciendo con nombres y color, cuáles son las tentaciones reales que a cada uno y a todos juntos, nos separan de Dios, y por tanto de los demás.
La tentación del dios-tener (en todas sus manifestaciones de preocupación por el dinero, por la acumulación, por las “devociones” de lotos y azares, por el consumo crudo y duro). La tentación del dios-poder (con toda la gama de pretensiones trepadoras, que confunden el servicio a los demás con el servirse de los demás, para los propios intereses y controles). La tentación del dios-placer (con tantas, tan desdichadas y sobre todo tan deshumanizadoras formas de practicar el hedonismo, tratando de censurar inútilmente nuestra limitación y finitud).
¿Quién duda de que hay mil diablos, que nos encantan y seducen, y poniéndonoslo fácil y atractivo, nos separan de Dios, de los demás y de nosotros mismos? Jesús venció al diablo. La Cuaresma es un tiempo para volvernos al Señor volviendo a unir todo cuanto el tentador ha separado.
Mons. Jesús Sanz Montes, ofm
Dios es abridor de caminos. Cuando todo parece cansado, saca de los viejos troncos brotes nuevos. Cuando todo parece confuso, saca de las confusiones claridades y verdad. Dios nos sorprende dándonos futuro.
Dios es sembrador de amor en nuestro surco. Con su novedad, nunca agotada, rompe una y otra vez, la corteza de la monotonía. Dios llena el tiempo de posibilidades. Frente a caminos repetidos, nos propone caminos nuevos.
Dios desborda nuestras preguntas con su proyecto de vida. Sale a nuestro encuentro como un sembrador esperanzado. Invita a estrenar una nueva manera de vivir. Nunca se agota el agua de su fuente.
Dios siempre habla bien de nosotros. Cuando nos ponemos en menos de lo que somos, Él levanta nuestra dignidad. Dios nos propone, no impone, su amor. Sabe esperar pacientemente nuestra respuesta.
Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: «La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo» (cf. Rm 3,21-22).
Justicia: “dare cuique suum”
Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra “justicia”, que en el lenguaje común implica “dar a cada uno lo suyo” – “dare cuique suum”, según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste “lo suyo” que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo… no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei, XIX, 21).
El icono de Rublyov, precioso, representa a las Tres personas de la Santísima Trinidad. Un niño contemplándolo dijo: “¡Cómo se quieren estas personas!”. Las tres personas forman un círculo de amor, que está abierto por abajo para que nos llegue a nosotros su entrega y podamos entrar en su intimidad. Dios Trinidad, o Dios Amor, se nos presenta como un amigo ante quien nos atrevemos a ser como somos. Con él respiramos libremente. Nos comprende. Podemos estar callados ante él, no pasa nada. Nos quiere. Nos protege. Podemos llorar con él, reír, cantar, amar. Allí donde estemos nos ve, nos conoce, nos ama.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: “Tú eres mi bien.” El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.
Salmo 15
Mi alma tiene sed del Dios vivo: ¿cuándo veré el rostro de Dios? Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Tiene sed de Dios del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Envía tu luz y tu verdad: que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada. Que yo me acerque al altar de Dios, al Dios de mi alegría; que te dé gracias al son de la cítara, Dios, Dios mío.
Salmo 41
La búsqueda de Dios es apasionada, gozosa; siempre florece en los que están enamorados de un Dios que nos ha tocado el corazón con su hermosura. Está llena de imágenes, de colorido, de frescura, de luz; está llena de vida. Muchos orantes la han convertido en un gemido vivo. San Agustín y San Juan de la Cruz nos prestan sus palabras: “Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por Ti. Gusté de Ti, y siento hambre y sed. Me tocaste, y me abraso en tu paz”. “¿Adónde te escondiste, Amado y me dejaste con gemido? Salí tras ti corriendo…”. Si no estamos así de enamorados, digamos al menos, que nos gustaría estarlo para buscar a Dios como “busca la cierva las corrientes de agua”.
Llama al Espíritu y pídele su luz y verdad, para que te guíen en la vida de cada día. Únete a todos los enamorados de Dios y di con ellos: “Mi alma tiene sed de ti, Dios vivo”, “mi alma te busca a ti, Dios mío”. Acércate a Dios con gozo, pues es el Dios de tu alegría y cántale al son de la cítara de tu corazón.
A veces buscamos a Dios con tan pocas ganas que cualquier dificultad es un enorme impedimento que nos cierra el paso. Buscarlo hoy, cuando tanta gente está de vuelta, con pasión, con gozo, unido a los hermanos y hermanas, puede ser una aventura apasionante.
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