You are currently browsing the category archive for the ‘Domingo del Señor’ category.
El Evangelio de hoy nos dice que Jesús, el Hijo del hombre, el juez último de nuestra vida, ha querido tomar el rostro de los hambrientos y sedientos, de los extranjeros, los desnudos, enfermos o prisioneros, en definitiva, de todos los que sufren o están marginados; lo que les hagamos a ellos será considerado como si lo hiciéramos a Jesús mismo.
No veamos en esto una mera fórmula literaria, una simple imagen. Toda la vida de Jesús es una muestra de ello. Él, el Hijo de Dios, se ha hecho hombre, ha compartido nuestra existencia hasta en los detalles más concretos, haciéndose servidor de sus hermanos más pequeños. Él, que no tenía donde reclinar su cabeza, fue condenado a morir en una cruz. Este es el Rey que celebramos.
Sin duda, esto puede parecernos desconcertante. Aún hoy, como hace 2000 años, acostumbrados a ver los signos de la realeza en el éxito, la potencia, el dinero o el poder, tenemos dificultades para aceptar un rey así, un rey que se hace servidor de los más pequeños, de los más humildes, un rey cuyo trono es la cruz.
El Evangelio de este domingo es la parábola de los talentos. Por desgracia en el pasado el significado de esta parábola ha sido habitualmente tergiversado, o al menos muy reducido. Cuando escuchamos hablar de los talentos, pensamos en seguida en las dotes naturales de inteligencia, belleza, fuerza, capacidades artísticas. La metáfora se usa para hablar de actores, cantantes, artistas…
El uso no es del todo equivocado, pero sí secundario. Jesús no pretendía hablar de la obligación de desarrollar las dotes naturales de cada uno, sino de hacer fructificar los dones espirituales recibidos de él.
A desarrollar las dotes naturales, ya nos empuja la naturaleza, la ambición, la sed de ganancia. A veces, al contrario, es necesario poner freno a esta tendencia de hacer valer los talentos propios porque puede convertirse fácilmente en afán por hacer carrera y por imponerse a los demás.
Los talentos de los que habla Jesús son la Palabra de Dios, la fe, en una palabra, el Reino que ha anunciado.
En este sentido la parábola de los talentos conecta con la del sembrador. A la suerte diversa de la semilla que él ha echado -que en algunos casos produce el sesenta por ciento, en otros en cambio se queda entre las espinas, o se lo comen los pájaros del cielo-, corresponde aquí la diferente ganancia realizada con los talentos.
También este domingo el Evangelio nos mete en la cena última de Jesús con sus discípulos, en la que Él hará la gran síntesis de su revelación: el Padre amado, el Espíritu prometido, el amor hasta la entrega total como su manifestación suprema.
Jesús propone un extraño modo de comprobar el amor verdadero hacia su Persona: guardar sus mandamientos, es decir, todo lo que su Palabra y su Persona han ido desvelando de tantas formas. No se trata de un “código de circulación” ética o religiosa, sino un modo nuevo e integral de vivir la existencia ante Dios, ante los demás, ante uno mismo.
No nace de la curiosidad por lo que Él hizo y dijo. Muchos vieron y escucharon al Maestro en su andadura humana, y tantos de ellos no entendieron nada. Era necesario que este nuevo modo de vivir la existencia, naciera de lo Alto, del Espíritu, como explicará el mismo Jesús en otra noche de confidencias al inquieto Nicodemo.
Por eso el Señor, tras haber dicho a los más suyos que amarle y guardar sus mandamientos es la fidelidad cristiana, les prometerá el envío de ese Espíritu. No hacemos una selección de sus enseñanzas en un cristianismo “a la carta”, en un cómodo “sírvase vd. mismo” dentro del bazar religioso. Para entender a Jesús hay que amarle, pero sólo ama quien no censura ninguno de los factores que componen la vida y la palabra de la persona amada.
El relato evangélico de este domingo, narra el entrañable momento en el que ya se vislumbra de la despedida de Jesús de sus discípulos. Y como todo adiós, cuando éste se da entre personas que se han querido, que han sido vulnerables a su recíproco amor, produce una resistencia, la amable rebelión de no querer aceptar una separación insufrible. Ese “no perdáis la calma” en labios de Jesús sale al paso de la comprensible zozobra, miedo quizás, de la gente que más ha compartido con el Señor su Persona y su Palabra.
Toda la vida del Señor, fue una manifestación maravillosa de cómo llegar hasta Dios, cómo entrar en su Casa y habitar en su Hogar. La Persona de Jesús es el icono, la imagen visible del Padre invisible.
Y esto es lo que tan provocatorio resultaba a unos y a otros: que pudiera uno allegarse hasta Dios sin alarde de estrategias complicadas, sin exhibición de poderíos, sin arrogancias sabihondas: que Dios fuera tan accesible, que se pudiera llegar a El por caminos en los que podían andar los pequeños, los enfermos, los pobres, los pecadores… Y esto será en definitiva lo que le costará la vida a Jesús.
Ya no es un Rostro tremendo el de Dios, que provoca el miedo o acorrala en una virtud hija de la amenaza y de la mordaza. Quien ha visto y ha oído a Jesús, ha contemplado y escuchado al Padre, Quien cree en Jesús, cree en su Padre. El camino de Jesús, es el camino de la bienaventuranza, el de la verdad, el de la justicia, el de la misericordia y la ternura.
Pero tal revelación no se reduce a un manifestar imposibles que nos dejarían tristes por su inalcanzabilidad. Jesús no sólo es el Camino, sino también el Caminante, el que se ha puesto a andar nuestra peregrinación por la vida, vivirlo todo, hasta haberse hecho muerte y dolor abandonado.
Jesús no se limitó a señalarnos “otro camino” sino que nos abrazó en el suyo, y en ese abrazo nos posibilitó andar en bienaventuranzas, en perdón, en paz, en luz y verdad, en gracia. El es Camino y Caminante… más grande que todos nuestros tropiezos y caídas, mayor que nuestras muertes y pecados.
Los cristianos no somos gente diferente, ni tenemos exención fiscal para la salvación, sino que en medio de nuestras caídas y dificultades, en medio de nuestros errores e incoherencias, queremos caminar por este Camino, adherirnos a esta Verdad, y con-vivir en esta Vida: la de Quien nos abrió el hogar del Padre haciendo de nuestra vida un hogar en la que somos hijos ante Dios y hermanos entre nosotros.
Mons. Jesús Sanz Montes, OFM

El cuarto domingo de Pascua se conoce como el del Buen Pastor: El pastor que da la vida; el pastor que se hace pasto para alimentar nuestra indigencia. Jesús es, como nos dirá el evangelio de este domingo, Pastor y Puerta para acceder a la luz, a la libertad, a la Vida.
La imagen del pastor es inseparable de la de las ovejas. «Tengo otras ovejas que no están en el redil. Las traeré y escucharán mi voz». Esas ovejas podemos ser cualquiera: cristianos bautizados, que empezaron a alejarse en el día de la tormenta y hoy vagan en la indiferencia religiosa; jóvenes que pasaron por la confirmación y, tras el rito, desaparecieron; tal vez los hijos a quienes se inculcó la fe y hoy los vemos ajenos a todo lo que huela a religioso; pueden ser personas que piensan que Dios es un obstáculo para la liberación del hombre…
La increencia y la indiferencia son un reto a nuestra acción evangelizadora. Quien entienda la tarea evangelizadora como proselitismo, es lógico que tenga miedo a herir, que no llegue nunca al anuncio explícito de Jesucristo, muerto y resucitado. Quien haya experimentado que la acción pastoral está encaminada a que las ovejas «tengan vida y vida en plenitud»no podrá silenciar el Evangelio. La fe es una oferta que se ofrece a la libertad del hombre, pero a nadie se le impone.
El evangelio de este domingo —el tercero de Pascua— es el célebre relato llamado de los discípulos de Emaús. En él se nos habla de dos seguidores de Cristo que, el día siguiente al sábado, es decir, el tercero desde su muerte, tristes y abatidos dejaron Jerusalén para dirigirse a una aldea poco distante, llamada precisamente Emaús. A lo largo del camino, se les unió Jesús resucitado, pero ellos no lo reconocieron.
Sintiéndolos desconsolados, les explicó, basándose en las Escrituras, que el Mesías debía padecer y morir para entrar en su gloria. Después, entró con ellos en casa, se sentó a la mesa, bendijo el pan y lo partió. En ese momento lo reconocieron, pero él desapareció de su vista, dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su presencia. Los dos volvieron inmediatamente a Jerusalén y contaron a los demás discípulos lo que había sucedido.
La localidad de Emaús no ha sido identificada con certeza. Hay diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna.
En la conversación de los discípulos con el peregrino desconocido impresiona la expresión que el evangelista san Lucas pone en los labios de uno de ellos: «Nosotros esperábamos…» (Lc 24, 21). Este verbo en pasado lo dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado…, pero ahora todo ha terminado. También Jesús de Nazaret, que se había manifestado como un profeta poderoso en obras y palabras, ha fracasado, y nosotros estamos decepcionados.
Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios.
En el tercer domingo de Adviento, la Liturgia propone un pasaje de la Carta de Santiago, que comienza con esta exhortación: «Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor» (5, 7).
Me parece particularmente importante, en nuestros días, subrayar el valor de la constancia y de la paciencia, virtudes que pertenecían al bagaje normal de nuestros padres, pero que hoy son menos populares, en un mundo que exalta, más bien, el cambio y la capacidad para adaptarse a situaciones siempre nuevas y diversas.
Sin nada que quitar a estos aspectos, que también son cualidades del ser humano, el Adviento nos llama a potenciar esa tenacidad interior, esa resistencia de espíritu, que nos permiten no desesperar en la espera de un bien que tarda en llegar, sino más preparar su venida con confianza operante.
«Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca» (Santiago 5, 7-8).
La comparación con el campesino es muy expresiva: quien ha sembrado en el campo tiene ante sí meses de espera paciente y constante, pero sabe que la semilla mientras tanto cumple con su ciclo, gracias a las lluvias de otoño y primavera.
El agricultor no es fatalista, sino que es un modelo de esa mentalidad que une de manera equilibrada la fe y la razón, pues, por una parte, conoce las leyes de la naturaleza y cumple bien con su trabajo, y, por otra, confía en la Providencia, dado que algunas cosas fundamentales no dependen de él, sino que están en las manos de Dios. La paciencia y la constancia son precisamente síntesis entre el compromiso humano y la confianza en Dios.
La cercanía de la Navidad siempre despierta en el corazón de los cristianos la alegría. Por eso, a este tercer domingo de Adviento se le conoce como Gaudete. En él la Iglesia enciende las luces de la Navidad y comienza la fiesta. Nos dice: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca».
Sin embargo, el Evangelio que se escuchará en la Eucaristía puede dar la impresión de que mucho no colabora a la alegría. En él nos encontramos de nuevo con Juan el Bautista, pero en horas bajas. En realidad, la situación de Juan ha cambiado mucho desde la semana pasada. Ahora es muy precaria, está en la cárcel. Ya no es el profeta de tono poderoso que predicaba en el desierto. De un modo dramático se está cumpliendo lo que él mismo dijo: «Conviene que yo disminuya para que Él crezca».
En la debilidad del misterio del dolor y de la injusticia, Juan pasa por su noche oscura y tiene incluso dificultades para reconocer a Aquel que él mismo había anunciado. Por eso, envía a sus discípulos a que le pregunten, en su nombre, a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?»
En la respuesta que dará Jesús es donde realmente aparece la razón de la alegría que hoy anuncia la Iglesia. Jesús responde a la pregunta de Juan el Bautista con su vida. Les dice a los discípulos que le cuenten a su maestro lo que han visto y oído. Está seguro de que Juan le reconocerá como el Mesías por sus obras y palabras.
Este gran profeta, el último del Antiguo Testamento, el más grande de todos los que prepararon la llegada del reino de Dios, recordará lo dicho por Isaías, uno de sus predecesores, y quizás caiga en la cuenta de lo que quiere decirle Jesús: «Los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan. Y los pobres son evangelizados».
Pero es posible también que, en principio, esta respuesta no fuera la esperada por Juan, porque quizás las obras de Jesús no respondían del todo a sus expectativas. En realidad, él lo había anunciado con otros rasgos.
Sin embargo, no se escandaliza ante un Mesías misericordioso, bueno, acogedor y amigo de los pobres. Como todo buscador de Dios, Juan está humildemente abierto a la sorpresa y a la novedad; y, por eso, conocer a este Mesías no es para él una frustración; al contrario, es motivo de una gran alegría: en Jesús ha podido conocer el corazón de Dios y, ahora que participa de la condición de los pobres y los débiles, se sentiría alentado y feliz.
La alegría de la Navidad que hoy anuncia la Iglesia tiene precisamente su raíz y su fuerza en reconocer que Dios viene a nosotros en la sencillez, la humildad y el amor de Jesucristo.
Mons. Rodrígues Magro
Con la solemnidad de Cristo Rey se termina todo el ciclo del año litúrgico, centrando la atención en Nuestro Salvador y Redentor, Cristo, que está en el horizonte de nuestras esperanzas y vida.
Os propongo hacer un ejercicio de repaso de las oportunidades regaladas por Dios durante este año, oportunidades de misericordia, amor y salvación. Comprobad que no hemos estado solos: Jesús ha salido siempre a nuestro encuentro, nos ha ofrecido seguridad, ha estado con nosotros en la barca, nos ha invitado a su mesa, nos ha lavado los pies y ha caminado entre nosotros. El Señor Jesús, Maestro y compañero de viaje, está más cercano a nosotros que nosotros mismos.
En la Declaración Dominus Iesus, se dice que «debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único Salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en Él su plenitud y su centro» (n.13). Así es la realeza de Jesucristo.
A estas alturas del año litúrgico ya esperamos un Evangelio con este corte apocalíptico. Se nos ha ido preparando para esto, especialmente para centrar la mirada en Jesús, de donde nos viene la salvación.
Si Jesús les recriminó a sus discípulos la falta de fe, cuando le gritaban porque pensaron que se hundía la barca, es natural que nos esté pidiendo a todos nosotros confianza, serenidad, paciencia y perseverancia.
Se nos advierte de varios peligros, no menores, sobre los que hemos de estar alerta, que estemos preparados porque se presentarán falsos profetas; otro peligro es que les prestemos oídos a sus falsas doctrinas…
A propósito de esto, podemos resaltar la advertencia que nos hacía el mismo Papa Benedicto XVI, en el mes de junio pasado: «Con todo, las persecuciones, a pesar de los sufrimientos que provocan, no constituyen el peligro más grave para la Iglesia. El daño mayor, de hecho, lo sufre por lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, corrompiendo la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la belleza de su rostro».
El evangelista san Lucas es sumamente cuidadoso con el lenguaje y dulcifica bastante las cosas, pero en este caso es contundente: Nadie os debe apartar de la fidelidad al Señor: ni la belleza externa, ni los lujos, ni siquiera los desastres naturales…; no debemos alejarnos del Señor ante las persecuciones, o ante los oscuros presagios de traiciones y odios, incluso aunque sean vuestros padres o hermanos los que vayan contra vosotros.
Sin duda que habla con claridad, cuando leemos: «Haced el propósito de no preparar vuestra defensa…», porque el mismo Señor saldrá a nuestro encuentro dándonos las palabras oportunas… ¡Menuda fortaleza nos pide! Pero el consuelo y la esperanza vienen enseguida, cuando nos asegura que tenemos asegurada la protección divina.
Es un tema preferido de san Lucas lo que podría parecer una paradoja: evangelizar a los cristianos de su época, sí, así de simple, pero tiene una explicación, y es que él estaba notando en muchos una cierta dejadez, rutina, tentaciones de dejarlo todo, dejarse llevar…; es decir, que habían perdido la tensión primera.
¿No les parece que tenemos el mismo problema dos mil años después? ¿Qué nos pasa? La solución que pensó él fue que se debía escuchar de nuevo a los testigos, cuidar la interioridad de los cristianos de su época, porque los veía vacíos. Lo que deben hacer es volver a escuchar. La escucha de la Palabra es una Bienaventuranza.
La fe en la victoria de Cristo es un fuerte apoyo para los cristianos que están en apuros, pero, para esto, es necesario saber escuchar y permanecer.
Es el caso de este año 2010, que, cuando el 25 de julio cae en domingo, se celebra el Año Santo Jacobeo. Es un momento especial para recorrer el Camino de Santiago, tercer lugar santo de peregrinación para los cristianos, detrás de Jerusalén y Roma. Es un año de gracias especiales que la Iglesia otorga por medio de la peregrinación a Compostela, gracias que se refieren a la misericordia de Dios, al perdón de los pecados y a la conversión.
Son numerosísimos los testimonios de peregrinos que reconocen que el haber peregrinado a Santiago de Compostela ha marcado en su vida un antes y un después. La fuerza transformadora del encuentro con Dios, del encuentro con los hermanos, de la oración, del encuentro con uno mismo en el silencio y en el esfuerzo compartido, en la meditación callada y en la escucha de Dios y de los demás, es tremenda.
Es cierto que no necesitamos de acontecimientos extraordinarios para encontrar a Dios y para convertir nuestra vida hacia Él, pero es igualmente cierto que Dios elige cada momento y cada lugar como cree conveniente, y que nosotros podemos favorecer o no favorecer ese encuentro. Qué duda cabe que el recorrer el Camino de Santiago ha sido y es un hecho extraordinario del que Dios se sirve para atraer a sus hijos alejados. En este sentido, abundan también los testimonios de muchas personas que han comenzado ese camino por deporte o por admirar el arte románico del norte de España, y han terminado viviendo una experiencia religiosa extraordinaria.
Comentarios recientes