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¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando y eras ido.
Pastores, los que fueres
allá por las majadas al otero,
si por ventura vieres
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
no cogeré las flores,
ni temeré a las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.
¡Oh bosques y espesuras
plantadas por la mano del Amado!,
¡oh prado de verduras
de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha pasado.
San Juan de la Cruz. Del Cántico Espiritual.
La esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.
Como se puede apreciar en el Nuevo Testamento y en especial en las cartas de los Apóstoles, desde el inicio una nueva esperanza distinguió a los cristianos de las personas que vivían la religiosidad pagana.
San Pablo, en su carta a los Efesios, les recuerda que, antes de abrazar la fe en Cristo, estaban «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2, 12). Esta expresión resulta sumamente actual para el paganismo de nuestros días: podemos referirla en particular al nihilismo contemporáneo, que corroe la esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y en torno a él reina la nada: nada antes del nacimiento y nada después de la muerte.
Si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no «destacaran» de la mera materialidad.
La Biblia es fuerza
Para Santa Teresita la Biblia tiene una tercera dimensión: es fuerza que nos hace experimentar a Dios. La Biblia no contiene solamente un mensaje que se capta con la razón. Es también fuerza, consolación, buena noticia, que se percibe con el corazón. En la Biblia se revela la presencia liberadora y consoladora de Dios. Esta convicción de fe es fuente de fortaleza y de consuelo en medio de las luchas de la vida.
Santa Teresita toma la Biblia, «pidiendo a Dios que me consolase, que el mismo me respondiera» (CA 21/26.5.11). Nos confiesa que el Evangelio «la sustenta durante la oración» y que cuando se ve impotente la Sagrada Escritura «viene en mi ayuda» (Ms A 83v).
Cuando descubre «el ascensor» en dos textos del Antiguo Testamento nos confiesa: «nunca palabras tan hermosas y melodiosas alegraron mi alma» (Ms C 3r); y cuando encuentra un texto en la primera carta a los corintios que colma sus deseos y responde a su búsqueda exclama: «Podía, por fin descansar» (Ms B 3v).
La terminología usada por la santa nos ayuda a entender su experiencia de la fuerza de la Biblia. La Palabra la sustenta, le ayuda, le provoca gozo indecible, le ofrece descanso.
La Biblia, evento presente
Para santa Teresa de Lisieux el Evangelio no es sólo historia pasada. Es también evento que se actualiza en su vida y en la de los demás. Contemplando a Jesús en el Evangelio descubre que las situaciones que él vivió, sus palabras y sus sentimientos, se repiten misteriosamente en su propia historia. Detrás de esta intuición está su firme convicción que Jesús está presente en su vida y que todo lo suyo, lo que dijo y lo que hizo, no es solamente un recuerdo sino una realidad permanente que adquiere vida en la existencia de cada creyente.
Su lectura del Evangelio alcanza un punto culminante cuando, a través de su respuesta de fe, la historia de Jesús se hace presente en la suya, y las dos terminan por fundirse e identificarse. Basta pensar en muchas escenas del Evangelio de Juan, que para Teresa se hacen presente en su vida: las bodas de Caná, el discípulo amado recostado sobre el pecho de Jesús, la unción de María en Betania, etc.
Santa Teresa de Lisieux ha puesto de manifiesto en su lectura bíblica tres dimensiones de la Escritura: la Biblia es luz, que nos permite conducirnos mejor por la vida; la Biblia es evento, que se hace presente en nuestra vida; la Biblia es una fuerza, que nos hace experimentar la presencia de Dios.
La Biblia es luz
Teresa se acerca al Evangelio, a partir de las múltiples situaciones de la vida, con la certeza de encontrar siempre en él la luz necesaria: «Lo que me sustenta durante la oración, por encima de todo es el Evangelio. En él encuentro todo lo que necesita mi pobre alma. En él descubro de continuo nuevas luces y sentidos ocultos y misteriosos» (Ms A 83v).
Santa Teresita no ha inventado el Evangelio. El Evangelio ya existía y siempre es el mismo. Lo que ella nos ha recordado es que el Evangelio es todo. Que el Evangelio basta.
Por otra parte, a medida que su vida espiritual va madurando y van apareciendo en el horizonte nuevas situaciones y exigencias, va descubriendo en el único Evangelio, «nuevas luces y sentidos ocultos», al ritmo de la vida. Nos confiesa: «Jesús me guía momento a momento y me inspira lo que debo decir o hacer». Justo en el momento en que las necesito, descubro luces en las que hasta entones no me había fijado» (Ms A 83v).
«He aquí, hermano mío, lo que pienso de la justicia de Dios; mi camino es todo de confianza y amor, no comprendo a las almas que tienen miedo a un Amigo tan tierno.
A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales en los que se presenta la perfección a través de mil dificultades, rodeada de una multitud de ilusiones, mi pobrecito espíritu se fatiga muy pronto, cierro el sabio libro que me rompe la cabeza y me reseca el corazón, y tomo la Escritura Santa.
Entonces, todo me parece luminoso, una sola palabra descubre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil y veo que basta reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios.
Dejando para las grandes almas, para los grandes espíritus, los bellos libros que no puedo comprender y menos poner en práctica, me alegro de ser pequeña, pues sólo los niños y «los que se les parecen serán admitidos en el banquete celestial» (Mt 19, 14).
Estoy muy contenta de que «haya muchas moradas en el reino de Dios« (Jn 14, 2), porque, si no hubiera más que ésa cuya descripción y camino me resultan incomprensibles, no podría entrar allí”
Sta. Teresa de Lisieux, L 226.
“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (Gaudium et Spes, 1)
Abiertos a la humanidad
Dios está en permanente éxodo hacia la humanidad. La Encarnación es el increíble hecho por el que Dios, en Jesús de Nazaret, quiso hacerse carne de nuestra carne e historia de nuestra historia. Por ello, nada humano es ajeno a la oración. Todo ha sido tocado por la mano del Amado, todo ha sido revestido de su hermosura.
Para orar no es indiferente la forma de vivir y de colocarse ante los demás. No todo da igual. Todo tiene cabida en nuestro mundo, pero hay formas de vivir y, por tanto de orar, que no tienen salida. “Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre” (Is 1,15).
Santa Teresa no se coloca ni ora al margen de lo que está pasando en el mundo de su tiempo: guerras de religión, persecución religiosa, millones de personas que no conocen a Jesús, hombres y mujeres que buscan a tientas el rostro de Dios… (Camino 1,2). Vive un apasionamiento por la humanidad, por la Iglesia. Se le mete dentro una historia, a la que mira con misericordia porque misericordioso es el Padre (cf. Lc 6,36)
¿Tiene algo que ver lo que está pasando en el mundo, o mejor, lo que les está pasando a los hermanos más necesitados con tu vida de oración?
Quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente.
Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo.
En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles.
Pues esta vida, cuando se presenta colmada de alegrías, engaña a muchos; pero Dios no engaña a nadie. Porque cuando el hombre se convierte a Dios no sólo cambian sus gustos, sino también sus alegrías; no le son arrebatadas, sino que cambian. Y aunque en esta vida no poseamos todavía de manera completa nuestra felicidad, sin embargo la esperanza que tenemos de alcanzarla es tan segura que debe ser antepuesta a todos los placeres de este mundo…
San Agustín
“Eso que pretendes y lo que más deseas no lo hallarás por esa vía tuya ni por la alta contemplación, sino en la mucha humildad y rendimiento de corazón”.
San Juan de la Cruz. Dichos de luz y amor, 40.
A lo largo de los siglos no ha cejado el empeño del ser humano por conocerse, por descubrir lo más genuino y esencial de sí mismo. Cada época ha acentuado de alguna manera lo que ha considerado lo más distintivo de la persona. Quizá en Occidente nos ha deslumbrado sobre todo el poder de la inteligencia humana, llegando a los extremos de una razón desencarnada, instrumental, inhumana al fin.
Sin embargo, nadie podrá negar nunca desde la humilde experiencia del vivir la fuerza que en nuestra existencia tiene el deseo. Somos seres que desean, movidos constantemente por la carencia de lo que, a pesar de todo, no sabemos nombrar. Seres en constante búsqueda de una plenitud que se nos hurta, vamos tras la seducción de mil y una cosas, promesas para un deseo que no acaba de saciarse.
Juan de la Cruz conoce la fuerza del deseo, él mismo ha vivido, como todos los místicos y místicas de la historia, en pos de un único deseo en el que han centrado su persona entera. Nos llega el eco de su voz a través de los siglos para recordarnos que el deseo solamente encuentra su senda de felicidad cuando se dirige a un único horizonte, el horizonte de Dios. Entonces deja de ser una fuerza que nos desgarra, nos frustra y nos pierde en un bosque oscuro de objetos pues que, por desgracia, puede incluso tomar por objeto lo más sagrado: a Dios mismo y la persona del prójimo.
Santa Teresa se comparó a sí misma a un castillo. Se vio como si ella y cualquier persona fuera igual que un castillo. Una imagen que en su tiempo se encontraba en cualquier pueblo y por cualquier camino. Castilla, tierra de castillos.
Cuando a los sesenta y dos años nuestra Santa se puso a escribir un libro sobre la aventura de la fe y de su intimidad personal con Dios, un libro que fuera como el retrato de su alma, comenzó diciendo que su alma y «la nuestra es como un castillo todo de diamante o muy claro cristal».
Esa imagen centró todo el argumento de su libro. Dio unidad de sentido a todas las ideas dispersas que se le fueron ocurriendo. Y como se iba a valer de las diversas estancias en que se divide un castillo por dentro, para describir los distintos espacios que uno tiene que recorrer hasta llegar a la unión con Dios, lo llamó el Libro de las Moradas o del Castillo Interior.
Ella y cualquier persona puede compararse también a un castillo, porque por dentro de sí hay como unas moradas ocupadas por quien uno sabe.
No siempre hablamos de lo mismo cuando decimos lo mismo. Las palabras, trágicamente, adquieren distintos significados cuando se utilizan en distintos contextos, visiones, sensibilidades…
Para comunicarnos, hemos de partir del siempre renovado intento de comprender qué mundo de contenidos se halla tras las palabras de quien me habla.
Uno de esos equívocos se puede encontrar en torno a la palabra “pensamientos”. Tiene, sí, un eco poético en ciertas ocasiones, pero habitualmente nuestra cultura la relaciona con racionalización, intelectualismo, abstracción, lejanía de la vida.
Triste paradoja la de ver en un mundo deshumanizado por la llamada “racionalidad instrumental”, la del mercado y la técnica, y que, precisamente por eso, se embarca en irracionalidades intrumentalizables.
Si dejamos a un lado estos prejuicios, san Juan de la Cruz nos trae el eco de otro tipo de pensamiento y razón. Cuando Juan nos habla del pensamiento, apela a lo que brota del mundo interior, de valores, de sentido e interpretación de la realidad desde Dios, de ética y de conciencia, de vivencia creyente.
Es el mundo del corazón como morada de la Trinidad, donde resuena el eco de la voz de Otro, el eco de la Palabra hecha carne. Y esto no supone una racionalidad fría y científica, intelectualidad fosilizada, cruel, pero tampoco nos habla de irracionalidad.
El pensamiento en Juan no es silogismo ni definición, no es logaritmo ni ejercicio intelectual. Es la huella de Dios y expresión de lo más personal del ser humano.
Edith Stein –había de ser otra mística, ¡cómo si no!- se acerca y nos acerca intuitivamente a esas palabras a través de sus “pensamientos del corazón”, porque no son ideas, sino el cristalizar del mundo del espíritu.
Por eso, si “para lo sensible, el sentido, para el espíritu de Dios, el pensamiento” (Dichos de luz y amor, 36).
El horizonte para comprender el pensamiento de que habla san Juan de la Cruz no está en nada humano, sino en el inefable decirse del Padre en su Palabra, que es su Hijo. Él no traduce una idea, un pensamiento abstracto y racional.
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