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En este mundo al vivir
de maldades y vileza,
con amor quiero decir:
¡Bendita sea tu pureza!
Saca de mí tanta hiel
como mi alma desea,
para poder serte fiel
y eternamente lo sea.
Es tu planta virginal
la que a Satán pisotea.
No hubo falta original
pues todo un Dios se recrea.
Cuando al arcángel Gabriel
le mostraste tu extrañeza
“Dios se fijó -dijo aquel-
en tan graciosa belleza”
Como el Sudario de Turín, la imagen de la Virgen de Guadalupe convoca e impresiona a incontables fieles de todo el mundo. A 468 años de sus apariciones al indígena San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, la devoción por la Morenita del Tepeyac aumenta en Europa, entusiasmando a los fieles por saber cada vez más detalles acerca de esa imagen custodiada en la Basílica que en su honor fue erigida en la Ciudad de México, la más visitada del mundo, incluso por encima de la Basílica de San Pedro en el Vaticano.
El P. Eduardo Chávez, doctor en Historia y Presidente del Instituto de Estudios Guadalupanos, dijo sentirse asombrado por el creciente interés que genera; aunque tal vez esto no debería sorprender, ya que ha visto eso muchas veces, como en Estados Unidos o en Alaska, donde la imagen sigue abriendo caminos hacia una verdadera y nueva evangelización.
La espera, el esperar, es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo.
Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; en la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del resultado de un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la aceptación de un perdón…
Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se lo reconoce por sus esperas: nuestra «estatura» moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: ¿yo qué espero? En este momento de mi vida, ¿a qué tiende mi corazón? Y esta misma pregunta se puede formular a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones?, ¿qué tienen en común?
En el tiempo anterior al nacimiento de Jesús, era muy fuerte en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que finalmente liberaría al pueblo de toda esclavitud moral y política e instauraría el reino de Dios.
Pero nadie habría imaginado nunca que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría pensado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que él pudo encontrar en ella una madre digna. Por lo demás, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos.
Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura «llena de gracia», totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de ella, Mujer del Adviento, a vivir los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que sólo la venida de Dios puede colmar.
Benedicto XVI, Adviento 2010
Comienza este Evangelio con una expresión que nos acerca implícitamente a la fe de Nuestra Señora: guardar la Palabra de Dios y dejar que Él nos ame haciendo morada en nosotros. María amó al Señor guardando sus Palabras y viviéndolas, por eso la llamarían todos bienaventurada, empezando por el mismo Jesús. Y por eso también su corazón fue constituido morada de Dios, donde encontrar su Presencia y donde escuchar su Voz.
Esta fue la grandeza de María y la más alta maternidad. Amar a Dios es guardar así su Palabra, como hizo María, dejando que haga y diga en nosotros, incluso más allá de lo que nuestro corazón es capaz de comprender.
Jesús hace una promesa fundamental: el Padre enviará en su nombre un Consolador (un Paráclito), el Espíritu Santo, para que enseñe y recuerde todo cuanto Jesús ha ido mostrando y diciendo, y que no siempre ha sido comprendido, ni guardado.
Justamente, la vida “espiritual” es acoger a este Espíritu prometido por Jesús, para que en nosotros y a nosotros enseñe y recuerde, tantas cosas que no acabamos de ver ni comprender en nuestra vida, tantas cosas que no hacemos en “memoria de Jesús”, y por eso las vivimos distraídamente, en un olvido que nos deja el corazón tembloroso y acobardado también, como el de aquellos discípulos, dividido por dentro y enfrentado por fuera.
La alusión que hemos hecho a María para comprender el trasfondo de este Evangelio no es una cuña banal e piadosa. La Palabra cumplida de Dios se hizo carne en la Santa Virgen.
Ella fue y es modelo de espera y de esperanza cuando todos se fueron huyendo a sus lágrimas, a sus ciudades, a sus quehaceres o a sus casas cerradas a cal y canto. Es como una “primera entrega” de lo que Dios regalaría a aquellos hombres, cuando con María reciban en Pentecostés el cumplimiento de eso que ahora se les prometía. Y lo que a ellos se les prometió también fue para nosotros.
No en vano el pueblo cristiano aprende a esperar este Espíritu Consolador con María, y a guardar las Palabras de Dios como ella en este tiempo de mayo florido.
Mons. Jesús Sanz Montes, ofm
Glosa de la Salve
Dios te salve, Virgen pura,
Reina piadosa del mundo,
Madre de vida y dulzura,
Acoge el ruego profundo
De tus hijos sin ventura!
Hijos que por ti clamamos
Desterrados hijos de Eva,
Que a Ti ¡oh Madre! suspiramos
En este valle de prueba
Donde sin cesar lloramos.
¡Tus hijos siempre y ahora
Triste te elevan el alma!…
¡Óyelos, Madre y Señora,
Con esa piedad que calma
Los gemidos del que llora!
Madre del Resucitado, mujer de entereza y fortaleza; Virgen de la fidelidad en medio del dolor y la muerte; lámpara que permaneciste encendida cuando muchas se apagaron; llama encendida que contagiaste ilusión; mujer valiente y orante que siempre creíste a tu Hijo.
LLENA NUESTRO CORAZÓN DE ALEGRÍA PASCUAL.
Hija del Padre que cantaste las maravillas del Dios de la historia que se pone de parte de los pobres y excluidos; mujer nunca resignada ante lo injusto y lo adverso, pero siempre dispuesta a ver en todas las cosas el paso salvador de Dios; caminante discreta que seguías los pasos de tu Señor y Mesías sin querer robar el protagonismo a los apóstoles de tu Hijo:
LLENA NUESTRA CORAZÓN DE ALEGRÍA PASCUAL.
Espejo de justicia y santidad, que no te gusta la mentira, la doblez de corazón, el disimulo, la murmuración o la envidia; trono de sabiduría que aguantas nuestros mantos y nuestras joyas, pero que encauzas nuestra generosidad hacia tus hijos más pobres; cuidadora solícita de las familias que nutres nuestros hogares de ternura y compasión; fortaleza de enfermos que sabes estar cerca de quien se le mueve los cimientos de la vida cuando aparece la enfermedad o la posible muerte.
LLENA NUESTRO CORAZÓN DE ALEGRÍA PASCUAL.
Madre de la Iglesia, que quieres que seamos comunidades abiertas, acogedoras y solícitas; que mantienes las llamas de nuestros cirios siempre encendidos…
LLENA NUESTRO CORAZÓN DE ALEGRÍA PASCUAL.
· Santa María, madre nuestra: Míranos como hijos, con ternura.
· Santa María, llena del espíritu: Enséñanos a ser templos vivos.
· Santa María, sede de la sabiduría: Pidenos los dones del Espíritu.
· Santa María, nueva Eva: Renuévanos a imagen de tu Hijo.
· Santa María, mujer creyente: Contágianos de tu fe.
· Santa María, esperanza nuestra: Sostennos en nuestra espera.
· Santa María, madre de amor: Envuélvenos en tu misericordia.
· Santa María, fuente de alegría: Vístenos de fiesta.
· Santa María, reina de la paz: Haznos merecedores de tus premios.
· Santa María, divina enfermera: Danos medicinas y actitudes samaritanas.
· Santa María, Casa de la Palabra: Ábrenos la puerta.
· María de los mil nombres: acércanos al misterio de Cristo.
· Madre de la unidad: ayúdanos a vivir en paz, buscando todos a Cristo
· Santa María de la urgencia: que no seamos tranquilos ni conformistas
· Santa María del silencio: que sepamos escuchar la Palabra
· Santa María, nueva oportunidad: ponnos de nuevo, delante de Jesús
· Santa María de la ilusión:
eleva el tono interior de nuestro ser, danos entusiasmo.
· María, presencia en nuestra historia:
regálanos a Cristo cada día
· Santa María de cada día:
ayúdanos a hacer lo ordinario de manera extraordinaria
· María, Madre del Buen Consejo:
guía nuestros pasos por el camino de la Verdad
· María, mujer de los ojos de Dios:
que miremos a cada persona como Dios la ve
· Perfecta discípula de Cristo:
ayúdanos a seguir a tu Hijo desde la propia vocación
· Madre de todos los hombres: cuida especialmente de los más desvalidos
Santa María, tú que un día escuchaste la voz de Dios,
y abriste al corazón a su llamada,
¡enséñanos a escuchar!
Tú que escogiste el camino verdadero entre los que el mundo ofrece,
¡enséñanos a escoger!
Tú que sonríes en cada nuevo día sin temer el misterio del porvenir,
¡enséñanos a sonreír!
Tú que entregas tu corazón entero al corazón del Padre, sin vacilar,
¡enséñanos a esperar!
Tú que eres feliz en tu entrega sin nada recibir, nada esperar, ¡enséñanos a amar!
Tú que das testimonio del Amor, que preparas en la tierra la eternidad,
¡enséñanos a vivir en santidad!
Cuando oramos nos situamos en el corazón del Evangelio: Jesús nos ha dicho: ¡”Pedid y se os dará…”! (Mt 7,7). Jesús que pasaba noches en oración, nos dice: “Lo que pidáis al Padre en mi Nombre, os lo concederá” (Jn 14,13). También San Pablo nos exhorta: “Orad sin interrupción” (Col 4,2). De hecho, Jesús comenzó su Pasión orando en el huerto de Getsemaní . María comenzó a ejercer de Madre de la Iglesia orando en el cenáculo con los apóstoles (Hech 1,14). Y los apóstoles decidieron con alegría: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra» (Hech 6,4).
El rezo del Santo Rosario surgió en el año 800 a la sombra de los monasterios, como «Salterio de los laicos». Mientras los monjes rezaban los 150 salmos, a los laicos se les enseñó a rezar 150 Padrenuestros. Después, se formaron otros tres salterios con 150 Avemarías, 150 alabanzas en honor de Jesús y 150 alabanzas en honor de María. En 1365 se dio inicio a una combinación de los cuatro salterios, dividiendo las 150 Avemarías en grupos de diez y poniendo un Padre nuestro al inicio. En 1500 se estableció, para cada grupo de diez Avemarías, la meditación de un hecho de la vida de Jesús o María, y así surgió el actual Rosario de quince misterios. Rosario significa «ramillete de rosas, que ha representado para la Cristiandad una fuerza para abrir brecha en el Corazón de Dios. En 1569, Pío V, en una Encíclica, recomienda rezar el Rosario tal como se reza ahora.
María está hoy en el gozo y la gloria de la Resurrección. Las lágrimas que derramó al pie de la Cruz se han transformado en una sonrisa que ya nada podrá extinguir, permaneciendo intacta, sin embargo, su compasión maternal por nosotros. Lo atestigua la intervención benéfica de la Virgen María en el curso de la historia y no cesa de suscitar una inquebrantable confianza en Ella; la oración Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! expresa bien este sentimiento. María ama a cada uno de sus hijos, prestando una atención particular a quienes, como su Hijo en la hora de su Pasión, están sumidos en el dolor; los ama simplemente porque son sus hijos, según la voluntad de Cristo en la Cruz.
El salmista, vislumbrando de lejos este vínculo maternal que une a la Madre de Cristo con el pueblo creyente, profetiza a propósito de la Virgen María que “los más ricos del pueblo buscan tu sonrisa” (Sal 44,13). De este modo, movidos por la Palabra inspirada de la Escritura, los cristianos han buscado siempre la sonrisa de Nuestra Señora, esa sonrisa que los artistas en la Edad Media han sabido representar y resaltar tan prodigiosamente. Este sonreír de María es para todos; pero se dirige muy especialmente a quienes sufren, para que encuentren en Ella consuelo y sosiego. Buscar la sonrisa de María no es sentimentalismo devoto o desfasado, sino más bien la expresión justa de la relación viva y profundamente humana que nos une con la que Cristo nos ha dado como Madre.
Desear contemplar la sonrisa de la Virgen no es dejarse llevar por una imaginación descontrolada. La Escritura misma nos la desvela en los labios de María cuando entona el Magnificat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador” (Lc 1,46-47). Cuando la Virgen María da gracias a Dios nos convierte en testigos. María, anticipadamente, comparte con nosotros, sus futuros hijos, la alegría que vive su corazón, para que se convierta también en la nuestra. Cada vez que se recita el Magnificat nos hace testigos de su sonrisa. Aquí, en Lourdes, durante la aparición del miércoles, 3 de marzo de 1858, Bernadette contempla de un modo totalmente particular esa sonrisa de María. Ésa fue la primera respuesta que la Hermosa Señora dio a la joven vidente que quería saber su identidad. Antes de presentarse a ella algunos días más tarde como “la Inmaculada Concepción”, María le dio a conocer primero su sonrisa, como si fuera la puerta de entrada más adecuada para la revelación de su misterio.
En la sonrisa que nos dirige la más destacada de todas las criaturas, se refleja nuestra dignidad de hijos de Dios, la dignidad que nunca abandona a quienes están enfermos. Esta sonrisa, reflejo verdadero de la ternura de Dios, es fuente de esperanza inquebrantable. Sabemos que, por desgracia, el sufrimiento padecido rompe los equilibrios mejor asentados de una vida, socava los cimientos fuertes de la confianza, llegando incluso a veces a desesperar del sentido y el valor de la vida. Es un combate que el hombre no puede afrontar por sí solo, sin la ayuda de la gracia divina. Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos adecuados, es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces no sólo la cercanía de los parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también la proximidad de los más íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos son, más que nadie, capaces de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento. La Carta a los Hebreos dice de Cristo, que Él no sólo “no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros” (cf. Hb 4,15). Quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la enfermedad y a favor de la vida. También junto a Ella se encuentra la gracia de aceptar sin miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora que Dios quiera.
“Porque eres la sonrisa de Dios, el reflejo de la luz de Cristo, la morada del Espíritu Santo, porque escogiste a Bernadette en su miseria,
porque eres la estrella de la mañana, la puerta del cielo y la primera criatura resucitada, Nuestra Señora de Lourdes,
junto con nuestros hermanos y hermanas cuyo cuerpo y corazón están doloridos, te decimos: ruega por nosotros”.
Benedicto XVI. Lourdes, 15 de septiembre de 2008
Natividad de la Virgen María
Son más los que salen cada mañana a buscar el rostro de Dios, que los que descubren cómo Dios trata amorosamente de abrirse paso hasta el corazón humano.
Dios sigue siendo bandera discutida. Unos dicen: «Para enriquecer a Dios debe empobrecerse el hombre; para que Dios sea todo, debe el hombre ser nada» (Feuerbach). Pero otros, contemplando a Jesús dijeron: «Siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza» (San Pablo).
Algunos lo ven como un ser lejano, distante, ajeno al bien de los hombres y mujeres del mundo. Pero otros descubren que su gozo y su gloria se realizan con más plenitud allí donde de modo más verdadero y auténtico se realiza nuestra humanidad. Más que señor es servidor de sus criaturas: «La ternura de Dios es tan grande que se entrega al alma como si él fuese su siervo y ella fuese su Señor» (San Juan de la Cruz)
«Su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación…
Se alegra mi espíritu en Dios , mi salvador» (Lc 1, 46.49-50).
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Cuando decimos que Dios es misericordioso queremos decir que nos ama hasta el extremo. María dejó hablar a Dios en su vida, y Dios se hizo cercano. Apareció la vida y se hizo visible el Amor.
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Cuando decimos que Dios es salvador queremos decir que nos cura las heridas y nos capacita para amar. Si amamos nos convertimos en creadores, en personas libres. María salió del encuentro con Dios más nueva, más libre, con más capacidad de crear, más llena de esperas.
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Cuando nos alegramos en Dios estamos diciendo que él es la fuente de nuestra vida, su sentido más profundo. María, mujer-testigo de Dios, pone flores en nuestra ventana y nos recuerda que Dios entra en la historia para quitar peso a todo oprimido y embellecer la vida de todo ser humano.
«La Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a imitación de los fieles… porque en sus condiciones concretas de vida ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; porque fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo» (Marialis Cultus, 35).
El mundo que se asoma al tercer milenio está lleno de excluidos. Esta es una de las mayores denuncias a una sociedad que se construye sobre el orillamiento de los débiles.
«Las culebras sólo muerden a los descalzos» (Monseñor Romero) y los descalzos son voz profética que llama a las puertas de la Iglesia y grita: ¿Dónde y con quién estás? ¿Qué haces con la luz?
Sin embargo, el Espíritu que sopla donde quiere, suscita hoy personas que abren los ojos y el alma, abren las puertas y las ventanas, abren el corazón para estar con los excluidos de tierra y dignidad, de pan y de paz.
Todos los que abren los brazos a la solidaridad, los que ponen sal y luz en la oscuridad y el sinsentido, son la mejor continuación de María, la mujer que se estremeció cuando Dios le dijo que estaba con ella, cuando todo un Dios miró su pequeñez.
- Frente al deseo de «ser uno mismo», María es la mujer que acepta «ser desde otro». Esta aceptación la lleva al gozo y a la libertad. María es imagen de la Iglesia, que no sabe vivir sin su Señor.
- El saludo de Dios tiene una hermosísima traducción y concreción siempre que un ser humano le dice a otro: «Estoy contigo»; cuando se reinicia el diálogo entre los pueblos, y se acortan las distancias; cuando entre los hombres y mujeres de todos los mundos se establece un guiño de complicidad y las manos se unen en proyectos de solidaridad. .
- Dios está con el mundo, comprometido con todos los seres humanos. Por doquier ha dejado sus huellas. María le ha abierto el espacio para que pueda plantar su tienda. En ella comienza la Iglesia, en la que Dios habita.
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Mirando a María, sabemos que somos lugar para Dios. Mirando a Dios, sabemos que somos lugar para todos los excluidos. «Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura, y yéndolos mirando, con solo su figura, vestidos los dejó de hermosura» (Juan de la Cruz).
La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su « sí » abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14)?
Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.
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