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Lo descolgó, lo envolvió en una sábana y lo depositó en un sepulcro cavado en la roca…” (Lc 23,53)

El espacio del silencio y de la espera. En el que parece que nada ocurre, pero algo está germinando. El lugar del cansancio y cierta rendición. De una quietud callada. Hay muchos espacios en nuestro mundo que se asemejan a este. Muchos lugares donde parece que se palpa la derrota…

Pues bien, ese sepulcro en el que yace la Vida a punto de estallar, en el que la Palabra espera para volver a ser proclamada con estruendo, es hoy icono de esperanza para todas esas realidades vencidas y atravesadas, que siguen esperando que se haga la luz.

Señor, enséñame a esperar. A creer en las promesas, en tus promesas. Enséñame a sentir que, aunque no lo vea, la losa que cubre tantas realidades está a punto de romperse. Dame fe, Señor.

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“¿Por qué no puedo acompañarte ahora? Daré mi vida por ti”. (Jn 13,37)

Yo sé que mi fe tiene sombras, lo sé.

Yo sé que mi amor tiene sombras, también lo sé.

Yo sé que mi esperanza tiene sombras, claro que lo sé.

Y mi ternura, también tiene sombras.

Mi tierra es tierra de penumbras.

 

¿De donde vienen mis desencuentros contigo, Señor?

Quiero dar mi vida por ti y no puedo. Te lo digo, pero no es verdad. 

¿Cómo despojarme de mis sombras e ir a ti, desnudo, como tú?

Enséñame tú, que te despojaste de todo y nos los diste todo.

Mis sombras, para ti. Tu luz, para mí.

¡Qué admirable intercambio! Sin ti no puedo nada.

 

Desde lo hondo de todas mis ausencias, te invoco, Señor.

Desde lo hondo de mis desesperanzas, te invoco, Señor.

Desde lo hondo de mi desconcierto, te suplico, Señor.

Desde lo hondo de mi fracaso, te grito, Señor.

Desde lo hondo de mi pobreza, alzo las manos hacia ti, Señor.

Desde lo hondo de mi soledad, ten piedad de mí, Señor.

Desde lo hondo de mi pecado, ten misericordia de mí, Señor.

Desde lo hondo de la nada, me abro a tu palabra que crea el ser.

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Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús” (Jn 19,40-42). 

Tras la muerte la vida se detiene.

Todo queda en silencio, a la espera de la última palabra. ¿Sabré callar en este día santo?

¿Sabré acallar el ruido impetuoso de mis culpas que se me han echado impidiéndome la huida?

¿Sabré acallar mis palabras fáciles y falsas, que tantas veces han cubierto de apariencia mis caminos?

¿Sabré acallar mis pensamientos, que entretienen mi vida en las afueras?

¿Sabré acallar mi amor, para que crezca, libre, en los adentros?

¿Sabré acallar mis triunfos, con los que he presumido, con orgullo, en las alturas?

¿Sabré acallar mis dudas, mis besos traicioneros?

¿Sabré acallar todos mis cuidados, dejándolos entre las azucenas olvidados?

 

Un grupo de mujeres se ponen en camino hacia la vida. La muerte no tiene la última palabra. El corazón enamorado les hace barruntar lo que no ven. Parecen locas, pero son pioneras de la vida.

En el silencio les ha crecido el amor, ¡el callado amor! El callado amor, que vela por no poder olvidar al Amado. El callado amor, que grita, el que más, contra la muerte. El callado amor, que es el más solidario con las víctimas.

 

Ya se oyen las palabras del Amado, incapaz el sepulcro de esconderlas. Mi Amado mete la mano en la hendidura y hace que se estremezcan mis entrañas.

“Levántate, amada mía, esposa mía. Ven a mí”. Que la alegría rompa tu silencio en Aleluyas.     

La cruz es una señal visible del rechazo de Dios por parte del hombre. El Dios vivo ha venido en medio de su pueblo mediante Jesucristo, su Hijo Eterno que se ha hecho hombre: hijo de María de Nazaret.

Pero “los suyos no le recibieron” (Jn 1,11). Han creído que debía morir como seductor del pueblo. Ante el pretorio de Pilato han lanzado el grito injurioso: “Crucifícale, crucifícale” (Jn 19,6).

La cruz se ha convertido en la señal del rechazo del Hijo de Dios por parte de su pueblo elegido; la señal del rechazo de Dios por parte del mundo. Pero a la vez la misma cruz se ha convertido en la señal de la aceptación de Dios por parte del hombre, por parte de todo el Pueblo de Dios, por parte del mundo.

Quien acoge a Dios en Cristo, lo acoge mediante la cruz. Quien ha acogido a Dios en Cristo, lo expresa mediante esta señal: en efecto se persigna con la señal de la cruz en la frente, en la boca y en el pecho, para manifestar y profesar que en la cruz se encuentra de nuevo a sí mismo todo entero: alma y cuerpo, y que en esta señal abraza y estrecha a Cristo y su reino.

Cuando en el centro del pretorio romano Cristo se ha presentado a los ojos de la muchedumbre, Pilato lo ha mostrado diciendo: “Ahí tenéis al hombre” (Jn 19,5). Y la multitud responde: “Crucifícale”.

La cruz se ha convertido en la señal del rechazo del hombre en Cristo. De modo admirable caminan juntos el rechazo de Dios y el del hombre. Gritando “crucifícale”, la multitud de Jerusalén ha pronunciado la sentencia de muerte contra toda esa verdad sobre el hombre que nos ha sido revelada por Cristo, Hijo de Dios.

Ha sido así rechazada la verdad sobre el origen del hombre y sobre la finalidad de su peregrinación sobre la tierra. Ha sido rechazada la verdad acerca de su dignidad y su vocación más alta. Ha sido rechazada la verdad sobre el amor, que tanto ennoblece y une a los hombres, y sobre la misericordia, que levanta incluso de las mayores caídas.

Y he aquí que este lugar, donde -según una tradición- a causa de Cristo los hombres eran ultrajados y condenados a muerte -en el Coliseo-, ha sido puesta la cruz, desde hace mucho tiempo, como signo de la dignidad del hombre, salvada por la cruz; como signo de la verdad sobre el origen divino y sobre el fin de su peregrinar; como signo del amor y de la misericordia que levanta de la caída y que, cada vez, en cierto sentido, renueva el mundo.

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“Se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe;
luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos,
secándoselos con la toalla que se había ceñido” (Jn 13,4-5).

 

Tu vida, en esta noche, es acorralada, perseguida, calumniada. Fuera de la cena hay demasiado odio contra la verdad y la vida.  Pero, dentro, también tus amigos te dan la espalda. Y yo también estoy en esta escena.

¿Qué harás Tú, Jesús, en esta hora? Contigo están los íntimos, los tuyos.  ¿Cómo dirás tu parábola del Reino en esta noche? ¿Cómo hablarás a los tuyos de tu Padre?

En la cena que recrea y enamora, allí abres tu pecho y lo das todo. Tu amor, ¡hasta el extremo!, va brotando de tu fuente. Sin quedarte nada en los adentros, todo lo pones en manos de los tuyos.

Como grano de trigo que se esconde en la tierra, así escondes tu rostro para lavar los pies a tus amigos. Dices tu amor, poniéndote en medio, como un siervo. ¡Qué sorprendente tu gesto, el de esta noche!

Los pies de los tuyos, Mis pies… incapaces ya de caminar. Pies ateridos por el dolor y la tristeza de esta hora oscura. Pies manchados por el pecado de la cobardía y el miedo. Pies lavados por el agua de tu amor, pies besados una y otra vez con tu perfume.

¿Aceptaré ser amado de esta manera? ¿Dónde quedan mis deseos de ser grande? Me quedo mudo por el asombro. ¡Qué manera la tuya de decirme el amor, de contar cómo es tu Abbá!

Un poco de pan, un poco de vino, como el niño aquel en la explanada del lago. Lo partes y lo das: “Tomad y comed”. Y das también el vino. Y el Cenáculo, la casa del Espíritu, queda sobrecogido ante tanto amor.  

¡Demasiados gestos para tus amigos en la noche! Ni siquiera los rumiarán junto a los olivos, en el huerto. Pero tu amor se abre paso, como luz que alumbra el corazón. De tanto recibir, algún día se les despertará el amor.

¡Qué tardío soy de darte todo a Ti, que me das todo! Ven, Espíritu, y recuérdame siempre los Amores del que, por mí, se hizo el último de todos, partió su pan y me lo ofreció para el camino. 

“¿Por qué no puedo acompañarte ahora? 

Daré mi vida por ti». (Jn 13,37) 

 

Yo sé que mi fe tiene sombras, lo sé.

Yo sé que mi amor tiene sombras, también lo sé.

Yo sé que mi esperanza tiene sombras, claro que lo sé.

Y mi ternura, también tiene sombras.

Mi tierra es tierra de penumbras.

 

¿De donde vienen mis desencuentros contigo, Señor?

Quiero dar mi vida por ti y no puedo. Te lo digo, pero no es verdad.  

¿Cómo despojarme de mis sombras e ir a ti, desnudo, como tú?

Enséñame tú, que te despojaste de todo y nos los diste todo.

Mis sombras, para ti. Tu luz, para mí.

¡Qué admirable intercambio! Sin ti no puedo nada.

 

Desde lo hondo de todas mis ausencias, te invoco, Señor.

Desde lo hondo de mis desesperanzas, te invoco, Señor.

Desde lo hondo de mi desconcierto, te suplico, Señor.

Desde lo hondo de mi fracaso, te grito, Señor.

Desde lo hondo de mi pobreza, alzo las manos hacia ti, Señor.

Desde lo hondo de mi soledad, ten piedad de mí, Señor.

Desde lo hondo de mi pecado, ten misericordia de mí, Señor.

Desde lo hondo de la nada, me abro a tu palabra que crea el ser.

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Cristo sufre más que nosotros por la humillación de sus sacerdotes y por la aflicción de su Iglesia; si la permite, es porque conoce el bien que puede brotar de ella, de cara a una mayor pureza de su Iglesia.

¡Si hay humildad, la Iglesia saldrá más resplandeciente que nunca de esta guerra! El encarnizamiento de los medios de comunicación – lo vemos también en otros casos – a la larga obtiene el efecto contrario al deseado por ellos.

La invitación de Cristo: “Venid a mi, vosotros todos que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”, estaba dirigido, en primer lugar, a quienes tenía alrededor suyo y hoy a sus sacerdotes.

“Venid a mi y encontraréis descanso”: el fruto más bello de este Año Sacerdotal será una vuelta a Cristo, una renovación de nuestra amistad con él. En su amor, el sacerdote encontrará todo aquello de lo que humanamente se ha privado, y “cien veces más”, según su promesa.

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Admira ver a Jesús cómo va preparando su Semana de Pasión, con sumo cuidado, sin hacer ruido. Con la misma humildad con que ha pasado por la Historia, va construyendo, pieza a pieza, el modelo más sublime de obediencia al Padre y de amor fiel entregado, el ejemplo que sigue despertando la conciencia de toda la Humanidad.
 
Es conocida la intencionalidad de san Lucas de presentar a Jesús en camino, desde Galilea a Jerusalén, como un modelo ejemplarizante para el cristiano; así que, en el Domingo de Ramos, le vemos ya a las puertas de la Ciudad Santa, sereno, en oración y catequizando a sus discípulos, para que se fijen en lo esencial. Conviene seguir, paso a paso, la lección que imparte el Maestro de una manera gráfica, yendo por delante con el ejemplo.
 
Admiro el temple de Jesús, la ternura de sus miradas, los consejos al alma, sus manos extendidas y su vida ofrecida. Admiro su entereza para aceptar el dolor de la Pasión con gozosa serenidad. Ahora comprendo su aplomo y su paz interior: es que sus ojos no han dejado de mirar al Padre; esto es lo habitual en Jesús, desde que ha plantado su tienda en medio de nosotros.
 
Jesús, el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, tiene una experiencia singular de Dios como Padre, que le marca y le centra. Está anclado en el Padre; vive y siente a Dios como Padre que le acoge a Él y a todos. Esta experiencia es fuente de gozo y esperanza. Esta serena paz es la que transmite a todo el mundo. El encuentro de la gente con Jesús es fuente de gozo (los discípulos, la samaritana, Natanael, Felipe, la hemorroísa…) Lo que le espera a quien ha estado cerca del Señor es el fruto de la alegría, del sosiego, la calma, silencio, dulzura de carácter, confianza,  fe.
 
Desafortunadamente, existen muchos ruidos alrededor que nos impiden escuchar bien al Señor, que no nos dejan preparar, también a nosotros, nuestra Semana Santa. Hay que ser valiente para ponerse a disposición de Jesús, Él te necesita y, si te pregunta alguien, le respondes con una sonrisa: El Señor me necesita. Te aseguro que nunca te faltará la ayuda del cielo.
  
Contemplar su serena estampa no quiere decir que no padeciera. Jesús aparece en el Nuevo Testamento profundamente familiarizado con el dolor, por eso la ternura y la compasión las tiene a flor de piel. Estar en sintonía con el dolor ajeno es imposible explicarlo sin el propio dolor, sin esta experiencia; porque quien no es capaz de sufrir, no es capaz de amar.
 
Dios os bendiga con la conversión del corazón, al mirar a Jesús clavado en la Cruz.
Mons. José Manuel Lorca Planes
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Toda la vida de Jesús ha consistido en revelar el ser de Dios, que es Amor. El amor es el único mandamiento que nos dejó. El Reino, la llamada, su predicación, los milagros, toda su vida entera, han sido la irrupción definitiva de Dios en el mundo para invitar a todos los hombres a entrar en comunión con Él.

 

Jesús ha hecho de su vida una entrega al cumplimiento de la voluntad del Padre. El designio de dios y la libertad del hombre, que rechaza a Dios, han hecho que la salvación pase por la cruz.

 

La cruz  es el signo del amor que Dios siente por el mundo; pero también la ejecución de una sentencia injusta, dictaminada por el mundo. Puede ser abandono y fracaso, escándalo, y necedad, pero si es ofrecida por Dios, entonces es sabiduría de Dios, salvación, y motivo de esperanza para el mundo.

 

 

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¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!

Jamás el bosque dio mejor tributo

En hoja, en flor y en fruto.

¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la vida empieza

con un peso tan dulce en su corteza!

 

Vinagre y sed la boca, apenas gime;

y, al golpe de los clavos y la lanza,

un mar de sangre fluye, inunda, avanza

por tierra, mar y cielo, y los redime.

 

Ablándate, madero, tronco abrupto

de duro corazón y fibra inerte,

doblégate a este peso y esta muerte

que cuelga de tus ramos como un fruto.

 

 

 

 

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Jesús formula la ley fundamental de la existencia humana: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12,25).

Es decir, quien quiere tener su vida para sí, vivir sólo para él mismo, tener todo en puño y explotar todas sus posibilidades, éste es precisamente quien pierde la vida. Ésta se vuelve tediosa y vacía. Solamente en el abandono de sí mismo, en la entrega desinteresada del yo en favor del tú, en el «sí» a la vida más grande, la vida de Dios, nuestra vida se ensancha y engrandece. Así, este principio fundamental que el Señor establece es, en último término, simplemente idéntico al principio del amor.

En efecto, el amor significa dejarse a sí mismo, entregarse, no querer poseerse a sí mismo, sino liberarse de sí: no replegarse sobre sí mismo —¡qué será de mí!— sino mirar adelante, hacia el otro, hacia Dios y hacia los hombres que Él pone a mi lado. Y este principio del amor, que define el camino del hombre, es una vez más idéntico al misterio de la cruz, al misterio de muerte y resurrección que encontramos en Cristo.

ITALIA SEMANA SANTAQueridos amigos, tal vez sea relativamente fácil aceptar esto como gran visión fundamental de la vida. Pero, en la realidad concreta, no se trata simplemente de reconocer un principio, sino de vivir su verdad, la verdad de la cruz y la resurrección. Y por ello, una vez más, no basta una única gran decisión.

Indudablemente, es importante, esencial, lanzarse a la gran decisión fundamental, al gran «sí» que el Señor nos pide en un determinado momento de nuestra vida. Pero el gran «sí» del momento decisivo en nuestra vida —el «sí» a la verdad que el Señor nos pone delante— ha de ser después reconquistado cotidianamente en las situaciones de todos los días en las que, una y otra vez, hemos de abandonar nuestro yo, ponernos a disposición, aun cuando en el fondo quisiéramos más bien aferrarnos a nuestro yo.

También el sacrificio, la renuncia, son parte de una vida recta. Quien promete una vida sin este continuo y renovado don de sí mismo, engaña a la gente. Sin sacrificio, no existe una vida lograda. Si echo una mirada retrospectiva sobre mi vida personal, tengo que decir que precisamente los momentos en que he dicho «sí» a una renuncia han sido los momentos grandes e importantes de mi vida.

De la Homilía del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor 2009

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CREER PARA VER

Padre, en aquellos momentos en que cuestionan mi fe; dame serenidad y fuerza.

Señor, cuando yo mismo me pregunte quién soy y quién eres para mí; ayúdame a sentir Tu Amor.

Que crea, Padre, como el ciego, que confíe en Ti, que espere en Ti y que descubra quién eres en mi vida.

Que me aferre, Señor, al Padre que ama, que cuida y protege a sus hijos. Y me aleje de la imagen castigadora y distante del fariseo.

Porque al final siempre eres ternura, entrega y generosidad.

Que la oración sea mi agua de Siloé, que tu Palabra sea el encuentro en el camino,
que mi fe sea mi vista.

Que no se cierren mis ojos,
que vea al mirar, que me deje hacer por Ti como el ciego de Siloé.

Y que mi boca bendiga tu nombre por haber experimentado tu Amor recibido. Amén.

Víctor MB

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