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Queridos hermanos y hermanas, os anuncio con gozo el mensaje de la Navidad: Dios se ha hecho hombre, ha venido a habitar entre nosotros. Dios no está lejano: está cerca, más aún, es el «Emmanuel», el Dios-con-nosotros. No es un desconocido: tiene un rostro, el de Jesús.
Es un mensaje siempre nuevo, siempre sorprendente, porque supera nuestras más audaces esperanzas. Especialmente porque no es sólo un anuncio: es un acontecimiento, un suceso, que testigos fiables han visto, oído y tocado en la persona de Jesús de Nazaret. Al estar con Él, observando lo que hace y escuchando sus palabras, han reconocido en Jesús al Mesías; y, viéndolo resucitado después de haber sido crucificado, han tenido la certeza de que Él, verdadero hombre, era al mismo tiempo verdadero Dios, el Hijo unigénito venido del Padre, lleno de gracia y de verdad.
«El Verbo se hizo carne». Ante esta revelación, vuelve a surgir una vez más en nosotros la pregunta: ¿Cómo es posible? El Verbo y la carne son realidades opuestas; ¿cómo puede convertirse la Palabra eterna y omnipotente en un hombre frágil y mortal? No hay más que una respuesta: el Amor. El que ama quiere compartir con el amado, quiere estar unido a él, y la Sagrada Escritura nos presenta precisamente la gran historia del amor de Dios por su pueblo, que culmina en Jesucristo.
En realidad, Dios no cambia: es fiel a sí mismo. El que ha creado el mundo es el mismo que ha llamado a Abraham y que ha revelado el propio Nombre a Moisés: Yo soy el que soy… el Dios de Abraham, Isaac y Jacob… Dios misericordioso y piadoso, rico en amor y fidelidad.
Dios no cambia, desde siempre y por siempre es Amor. Es en sí mismo comunión, unidad en la Trinidad, y cada una de sus obras y palabras tienden a la comunión. La encarnación es la cumbre de la creación. Cuando, por la voluntad del Padre y la acción del Espíritu Santo, se formó en el regazo de María, Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, la creación alcanzó su cima. El principio ordenador del universo, el Logos, comenzó a existir en el mundo, en un tiempo y en un lugar.
Es la tercera encíclica de Benedicto XVI en el año quinto de su Pontificado. Está firmada el 29 de junio, en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, de 2009. Esta nueva encíclica trata los temas del desarrollo del mundo de hoy, siguiendo la propuesta de Pablo VI en 1967. Temas como la crisis económica, el medio ambiente, la cooperación internacional y la reforma de la Organización de las Naciones Unidas, son tratados por el Papa en contexto de la Caridad en la Verdad.
Con este documento, Benedicto XVI coloca a la Populorum Progressio a la altura de la Rerum Novarum-RN (1891) de León XIII. Con la RN se inició una gran corriente del compromiso social de una Iglesia, abierta a la sociedad y al mundo, preocupada por los problemas de los sectores populares, particularmente obreros y campesinos. Vino después la Quadragesimo Anno (1931) de Pío XI, la Mater et Magistra (1961) de Juan XXIII, la Octogesima Adveniens (1971) de Pablo VI, la Laborem exercens (1981) y la Centesimus Annus (1991) de Juan Pablo II.
Con la Populorum progressio (1967) se ha iniciado una nueva corriente del pensamiento social de la Iglesia, centrada en el tema del desarrollo integral de cada persona y de todos los pueblos. En esta misma línea Juan Pablo II escribió la Sollicitudo rei socialis (1987) y ahora Benedicto XVI nos regala la Caritas in Veritate.
A continuación ofrecemos una síntesis sobre la CARITAS IN VERITATE de Benedicto XVI
En estos días pascuales sentiremos a menudo resonar las palabras de Jesús: “He resucitado y estaré siempre con vosotros”.
Haciéndose eco a este anuncio, la Iglesia proclama exultante: “¡Sí, estamos seguros! ¡El Señor verdaderamente ha resucitado, aleluya! ¡A Él gloria y poder por los siglos”. Toda la Iglesia en esta fiesta manifiesta sus sentimientos cantando: “Este es el día de Cristo el Señor”…
…Y nosotros, resucitados con Cristo mediante el Bautismo, debemos ahora seguirlo fielmente en la santidad de vida, caminando sin parar a la Pascua eterna, con el apoyo de una toma de conciencia de que las dificultades, las luchas, las pruebas, los sufrimientos de la existencia humana, incluida la muerte ahora ya no podrán más separarnos de Él y de su amor.
Su resurrección ha creado un puente entre el mundo y la vida eterna, en el que cada hombre y cada mujer pueden llegar a alcanzar la verdadera meta de nuestro peregrinaje terreno…
Regina Coeli, 13 de abril de 2009
Queridos hermanos y hermanas, este año se cierra con la conciencia de una crisis económica y social creciente, que interesa ya al mundo entero; una crisis que pide a todos más sobriedad y solidaridad para venir en ayuda especialmente de las personas y de las familias con dificultades más serias. La comunidad cristiana se está ya empeñando, y sé que la Cáritas diocesana y las demás organizaciones benéficas hacen lo posible, pero es necesaria la colaboración de todos, porque nadie puede pensar en construir por sí solo la propia felicidad. Aunque en el horizonte van apareciendo no pocas sombras en nuestro futuro, no debemos tener miedo. Nuestra gran esperanza como creyentes es la vida eterna en la comunión de Cristo y de toda la familia de Dios. Esta gran esperanza nos da la fuerza de afrontar y de superar la las dificultades de la vida en este mundo. La presencia maternal de María nos asegura esta noche que Dios no nos abandona nunca, si nos confiamos a Él y seguimos sus enseñanzas.
Queridos jóvenes, no tengáis miedo de la tarea apostólica que el Señor os confía, no dudéis en elegir un estilo de vida que no siga la mentalidad hedonista actual. El Espíritu Santo os asegura la fuerza necesaria para dar testimonio de la alegría de la fe y de la belleza de ser cristianos. Las crecientes necesidades de la evangelización requieren numerosos obreros en la viña del Señor: no dudéis en responderle con prontitud si Él os llama. La sociedad necesita ciudadanos que no se preocupen sólo de sus propios intereses, porque, como recordé el día de Navidad, “el mundo va a la ruina si cada uno piensa sólo en sí mismo”.
De la Homilía en las Primeras Vísperas del 31 de diciembre
Hay una pobreza, una indigencia, que Dios no quiere y que hay que “combatir”; una pobreza que impide a las personas y a las familias vivir según su dignidad; una pobreza que ofende a la justicia y a la igualdad y que, como tal, amenaza la convivencia pacífica. En esta acepción negativa entran también las formas de pobreza no material que se encuentran incluso en las sociedades ricas o desarrolladas: marginación, miseria relacional, moral y espiritual.
Es oportuno entonces intentar establecer un “círculo virtuoso” entre la pobreza “que elegir” y la pobreza “que combatir”. Aquí se abre una vía fecunda de frutos para el presente y para el futuro de la humanidad, que se podría resumir así: para combatir la pobreza inicua, que oprime a tantos hombres y mujeres y amenaza la paz de todos, es necesario redescubrir la sobriedad y la solidaridad, como valores evangélicos y al mismo tiempo universales. Más concretamente, no se puede combatir eficazmente la miseria, si no se hace lo que escribe san Pablo a los Corintios, es decir, si no se intenta “hacer igualdad”, reduciendo el desnivel entre quien derrocha lo superfluo y quien no tiene siquiera lo necesario. Esto comporta elecciones de justicia y de sobriedad, elecciones por otra parte obligadas por la exigencia de administrar sabiamente los limitados recursos de la tierra. Cuando afirma que Jesucristo nos ha enriquecido “con su pobreza”, san Pablo nos ofrece una indicación importanteno solo desde el punto de vista teológico, sino también en el plano sociológico. No en el sentido de que la pobreza sea un valor en sí mismo, sino porque es condición para realizar la solidaridad. Cuando Francisco de Asís se despoja de sus bienes, hace una elección de testimonio inspirada directamente por Dios, pero al mismo tiempo muestra a todos el camino de la confianza en la Providencia. Así, en la Iglesia, el voto de pobreza es el compromiso de algunos, pero nos recuerda a todos la exigencia de no apegarse a los bienes materiales y el primado de las riquezas del espíritu. He aquí el mensaje que se ofrece hoy: la pobreza del nacimiento de Cristo en Belén, además de objeto de adoración para los cristianos, es también escuela de vida para cada hombre. Ésta nos enseña que para combatir la miseria, tanto material como espiritual, el camino qe recorrer es la solidaridad, que ha empujado a Jesús a compartir nuestra condición humana.
De la Homilía de la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2009
Hermanas y hermanos cristianos de todos los rincones del mundo, hombres y mujeres de espíritu sinceramente abierto a la verdad: que nadie cierre el corazón a la omnipotencia de este amor redentor. Jesucristo ha muerto y resucitado por todos: ¡Él es nuestra esperanza! Esperanza verdadera para cada ser humano.
Hoy, como hizo en Galilea con sus discípulos antes de volver al Padre, Jesús resucitado nos envía también a todas partes como testigos de su esperanza y nos garantiza: Yo estoy siempre con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo. Fijando la mirada del alma en las llagas gloriosas de su cuerpo transfigurado, podemos entender el sentido y el valor del sufrimiento, podemos aliviar las múltiples heridas que siguen ensangrentando a la humanidad, también en nuestros días. En sus llagas gloriosas reconocemos los signos indelebles de la misericordia infinita del Dios del que habla al profeta: Él es quien cura las heridas de los corazones desgarrados, quien defiende a los débiles y proclama la libertad a los esclavos, quien consuela a todos los afligidos y ofrece su aceite de alegría en lugar del vestido de luto, un canto de alabanza en lugar de un corazón triste.
Si nos acercamos a Él con humilde confianza, encontraremos en su mirada la respuesta al anhelo más profundo de nuestro corazón: conocer a Dios y entablar con Él una relación vital en una auténtica comunión de amor, que colme de su mismo amor nuestra existencia y nuestras relaciones interpersonales y sociales. Para esto la humanidad necesita a Cristo: en Él, nuestra esperanza, “fuimos salvados”.
Benedicto XVI, del Mensaje Urbi et Orbe de Pascua 2008
La crisis actual de Occidente se debe a la resignación de no conocer la verdad. El hombre de hoy se siente incapaz de conocerla, como si ésta fuera demasiado grande para él. Pero tenemos necesidad de la verdad, que no se afirma mediante un poder externo, sino que es humilde y sólo es aceptada por el hombre a través de su fuerza interior: por el hecho de ser verdadera.
El aborto no puede ser considerado un derecho humano de la mujer, sino la negación del derecho a la vida misma, y por lo tanto, una profunda herida social. No cierro los ojos ante los problemas y conflictos de muchas mujeres, y la credibilidad del mensaje de la Iglesia en este controvertido asunto depende también de lo que ésta haga para ayudar a las mujeres afectadas.
El capitalismo no es el único modelo válido de organización económica y el problema del hambre y el ecológico existente evidencian con claridad que la lógica del beneficio incrementa la desproporción entre ricos y pobres y la ruinosa explotación del planeta. Estemos atentos ante los peligros de un excesivo apego al dinero, a los bienes materiales y a todo lo que impide vivir con plenitud la vocación de amar a Dios y a los hombres. En el fondo se trata de decidir entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la indecencia, en definitiva entre Dios y Satanás. Es necesario tomar una decisión entre la lógica del beneficio como criterio último de nuestra vida y la lógica de compartir y de la solidaridad.
Tenemos que hacer visible la Iglesia viva, no esa idea de un centro de poder en la Iglesia con sus etiquetas, sino una comunidad de compañía en la que, a pesar los problemas de la vida que sentimos, nace la alegría de vivir.
El mundo necesita ser cambiado, y es precisamente misión de la juventud cambiarlo. No podemos hacerlo sólo con nuestras fuerzas, sino en comunión de fe y de camino. Os invito a descubrir la belleza del amor, pero no la de un amor de ‘usar y tirar’, pasajero y engañoso, prisionero de una mentalidad egoísta y materialista, sino un amor verdadero y profundo. Todo joven que se asoma a la vida cultiva el sueño de un amor que dé pleno sentido a su futuro.
Fragmento del Mensaje de Navidad del Papa Benedicto XVI, 2007
La Navidad es esto: acontecimiento histórico y misterio de amor, que desde hace más de dos mil años interpela a los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar. Es el día santo en el que brilla la «gran luz» de Cristo portadora de paz. Ciertamente, para reconocerla, para acogerla, se necesita fe, se necesita humildad. La humildad de María, que ha creído en la palabra del Señor, y que fue la primera que, inclinada ante el pesebre, adoró el Fruto de su vientre; la humildad de José, hombre justo, que tuvo la valentía de la fe y prefirió obedecer a Dios antes que proteger su propia reputación; la humildad de los pastores, de los pobres y anónimos pastores, que acogieron el anuncio del mensajero celestial y se apresuraron a ir a la gruta, donde encontraron al niño recién nacido y, llenos de asombro, lo adoraron alabando a Dios (cf. Lc 2,15-20). Los pequeños, los pobres en espíritu: éstos son los protagonistas de la Navidad, tanto ayer como hoy; los protagonistas de siempre de la historia de Dios, los constructores incansables de su Reino de justicia, de amor y de paz.

En el silencio de la noche de Belén Jesús nació y fue acogido por manos solícitas. Y ahora, en esta nuestra Navidad en la que sigue resonando el alegre anuncio de su nacimiento redentor, ¿quién está listo para abrirle las puertas del corazón? Hombres y mujeres de hoy, Cristo viene a traernos la luz también a nosotros, también a nosotros viene a darnos la paz. Pero ¿quién vela en la noche de la duda y la incertidumbre con el corazón despierto y orante? ¿Quién espera la aurora del nuevo día teniendo encendida la llama de la fe? ¿Quién tiene tiempo para escuchar su palabra y dejarse envolver por su amor fascinante? Sí, su mensaje de paz es para todos; viene para ofrecerse a sí mismo a todos como esperanza segura de salvación.
Toda persona necesita una esperanza que le ayude a afrontar el presente. Benedicto XVI aborda en su segunda encíclica, SPE SALVI, un tema clásico del cristianismo, pero lo confronta con las respuestas que la filosofía y la política han dado a la necesidad humana de esperanza. El resultado es un texto culto pero comprensible, que ofrece el mejor remedio para combatir el vacío de sentido que parece caracterizar a una parte del mundo contemporáneo.
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El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado; es decir, que sólo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad.
El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia y que necesita desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él mismo. El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Él quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas. No quiere contar con el amor que no le parece fiable; cuenta únicamente con el conocimiento, puesto que le confiere el poder. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida. Al hacer esto, se fía de la mentira más que de la verdad, y así se hunde con su vida en el vacío, en la muerte.
Ten la valentía de osar con Dios. Prueba. No tengas miedo de él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que precisamente así tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás.
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