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La Biblia, evento presente

Para santa Teresa de Lisieux el Evangelio no es sólo historia pasada. Es también evento que se actualiza en su vida y en la de los demás. Contemplando a Jesús en el Evangelio descubre que las situaciones que él vivió, sus palabras y sus sentimientos, se repiten misteriosamente en su propia historia. Detrás de esta intuición está su firme convicción que Jesús está presente en su vida y que todo lo suyo, lo que dijo y lo que hizo, no es solamente un recuerdo sino una realidad permanente que adquiere vida en la existencia de cada creyente.

Su lectura del Evangelio alcanza un punto culminante cuando, a través de su respuesta de fe, la historia de Jesús se hace presente en la suya, y las dos terminan por fundirse e identificarse. Basta pensar en muchas escenas del Evangelio de Juan, que para Teresa se hacen presente en su vida: las bodas de Caná, el discípulo amado recostado sobre el pecho de Jesús, la unción de María en Betania, etc.

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Santa Teresa de Lisieux ha puesto de manifiesto en su lectura bíblica tres dimensiones de la Escritura: la Biblia es luz, que nos permite conducirnos mejor por la vida; la Biblia es evento, que se hace presente en nuestra vida; la Biblia es una fuerza, que nos hace experimentar la presencia de Dios.

La Biblia es luz

Teresa se acerca al Evangelio, a partir de las múltiples situaciones de la vida, con la certeza de encontrar siempre en él la luz necesaria: «Lo que me sustenta durante la oración, por encima de todo es el Evangelio. En él encuentro todo lo que necesita mi pobre alma. En él descubro de continuo nuevas luces y sentidos ocultos y misteriosos» (Ms A 83v).

Santa Teresita no ha inventado el Evangelio. El Evangelio ya existía y siempre es el mismo. Lo que ella nos ha recordado es que el Evangelio es todo. Que el Evangelio basta.

Por otra parte, a medida que su vida espiritual va madurando y van apareciendo en el horizonte nuevas situaciones y exigencias, va descubriendo en el único Evangelio, «nuevas luces y sentidos ocultos», al ritmo de la vida. Nos confiesa: «Jesús me guía momento a momento y me inspira lo que debo decir o hacer». Justo en el momento en que las necesito, descubro luces en las que hasta entones no me había fijado» (Ms A 83v).

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«He aquí, hermano mío, lo que pienso de la justicia de Dios; mi camino es todo de confianza y amor, no comprendo a las almas que tienen miedo a un Amigo tan tierno.

A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales en los que se presenta la perfección a través de mil dificultades, rodeada de una multitud de ilusiones, mi pobrecito espíritu se fatiga muy pronto, cierro el sabio libro que me rompe la cabeza y me reseca el corazón, y tomo la Escritura Santa.

Entonces, todo me parece luminoso, una sola palabra descubre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil y veo que basta reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios.

Dejando para las grandes almas, para los grandes espíritus, los bellos libros que no puedo comprender y menos poner en práctica, me alegro de ser pequeña, pues sólo los niños y «los que se les parecen serán admitidos en el banquete celestial» (Mt 19, 14). 

Estoy muy contenta de que «haya muchas moradas en el reino de Dios« (Jn 14, 2), porque, si no hubiera más que ésa cuya descripción y camino me resultan incomprensibles, no podría entrar allí”  

Sta. Teresa de Lisieux, L 226.

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CAMINO EMAUS

Porque, Señor, yo te he visto
y quiero volverte a ver,
quiero creer.

Te vi, sí, cuando era niño
y en agua me bauticé,
y, limpio de culpa vieja,
sin verlos te pude ver.
Quiero creer.

Devuélveme aquellas puras
transparencias de aire fiel,
devuélveme aquellas niñas
de aquellos ojos de ayer.
Quiero creer.

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“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (Gaudium et Spes, 1)
Abiertos a la humanidad

Dios está en permanente éxodo hacia la humanidad. La Encarnación es el increíble hecho por el que Dios, en Jesús de Nazaret, quiso hacerse carne de nuestra carne e historia de nuestra historia. Por ello, nada humano es ajeno a la oración. Todo ha sido tocado por la mano del Amado, todo ha sido revestido de su hermosura.

Para orar no es indiferente la forma de vivir y de colocarse ante los demás. No todo da igual. Todo tiene cabida en nuestro mundo, pero hay formas de vivir y, por tanto de orar, que no tienen salida. “Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre” (Is 1,15).

Santa Teresa no se coloca ni ora al margen de lo que está pasando en el mundo de su tiempo: guerras de religión, persecución religiosa, millones de personas que no conocen a Jesús, hombres y mujeres que buscan a tientas el rostro de Dios… (Camino 1,2). Vive un apasionamiento por la humanidad, por la Iglesia. Se le mete dentro una historia, a la que mira con misericordia porque misericordioso es el Padre (cf. Lc 6,36)

¿Tiene algo que ver lo que está pasando en el mundo, o mejor, lo que les está pasando a los hermanos más necesitados con tu vida de oración?

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Quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente.

Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo.

papafrancisco-eucarist-e1510654648627.jpgEn efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles.

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En un jardín de Roma hay un anciano,

Oculto a las miradas de la gente,

Que gusta de rezar junto a una fuente,

De prisas y cuidados ya lejano.

Recuerda a veces, con dolor humano,

Que su palabra antaño era influyente

Y el mundo le escuchaba humildemente,

Mas pronto retrocede el pensar vano.

Se pone en pie y, sin oler las rosas,

En casa de su Padre vuelve a entrar,

Dejando tras de sí todas las cosas.

Bien sabe que, encorvado ante el altar,

En esas viejas manos temblorosas,

El mundo y más que el mundo puede alzar.

Bruno Moreno

benedictoeucaristiaFile photo of Pope Benedict XVI leaving at the end of his weekly audience in Saint Peter's Square at the Vatican

Pues esta vida, cuando se presenta colmada de alegrías, engaña a muchos; pero Dios no engaña a nadie. Porque cuando el hombre se convierte a Dios no sólo cambian sus gustos, sino también sus alegrías; no le son arrebatadas, sino que cambian. Y aunque en esta vida no poseamos todavía de manera completa nuestra felicidad, sin embargo la esperanza que tenemos de alcanzarla es tan segura que debe ser antepuesta a todos los placeres de este mundo…

San Agustín

Una de la devociones más hermosas que la Iglesia Católica ha fomentado y que ha echado raíces en el corazón de tantos pueblos del mundo entero es la adoración del Santísimo o contemplación de Jesús Eucaristía, un acto de fe que permite un conocimiento gratuito de Cristo y un adentrarse en los sentimientos de su corazón.

Conocer a Cristo significa encontrarnos con él. Así es cómo conocemos a las personas. Hay diferencia entre saber de alguien y conocerlo. Esto último sólo es posible cuando nos hemos encontrado personalmente con él. ¡Cuántas personas consagradas se han especializado hoy en toda clase de saberes, pero apenas conocen a Cristo! No han tenido tiempo para ello por lo que difícilmente van a poder comunicar lo que no han conseguido aprender. ¡Nadie da lo que no tiene!

Ciertamente este conocimiento de Cristo no nos lo puede transmitir en último extremo ni la reflexión, ni la meditación. Es, como en el caso del Espíritu, puro don de Dios que tenemos que pedir.

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Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez más cercanos los unos a los otros gracias al desarrollo de los medios de comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre las personas a menudo es superficial y difícil.

Persisten desequilibrios que con frecuencia llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones es cada vez más complicado y a veces prevalece la contraposición; asistimos a sucesos diarios en los que nos parece que los hombres se están volviendo más agresivos y huraños; comprenderse parece demasiado arduo y se prefiere buscar el propio yo, los propios intereses. En esta situación, ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir la unidad que tanto necesitamos?

La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-11) contiene en el fondo uno de los grandes cuadros que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la antigua historia de la construcción de la torre de Babel (Gn 11, 1-9).

Pero, ¿qué es Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto poder que pensaron que ya no necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y que eran tan fuertes que podían construir por sí mismos un camino que llevara al cielo para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios.

Pero precisamente en esta situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, improvisamente se dieron cuenta de que estaban construyendo unos contra otros. Mientras intentaban ser como Dios, corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.

Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la historia, y también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al ser humano mismo. En esta situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo que queremos. Pero no caemos en la cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel.

Es verdad que hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos? ¿No parece insinuarse entre los hombres un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a ser peligrosos los unos para los otros? Volvemos, por tanto, a la pregunta inicial: ¿puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo?

Encontramos la respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar.

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Evangelio según San Mateo 26, 14-25:

Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo: ¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré? Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle. El primer día de los Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: ¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero de Pascua? El les dijo: Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos. Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua. Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo: Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará. Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: ¿Acaso soy yo, Señor? El respondió: El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!» Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: ¿Soy yo acaso, Rabbí? Le dice: Sí, tú lo has dicho.

Judas ya no ve más que a sí mismo y sus tinieblas, ya no ve la luz de Jesús, esa luz que puede iluminar y superar incluso las tinieblas. De este modo, nos hace ver el modo equivocado del arrepentimiento: un arrepentimiento que ya no es capaz de esperar, sino que ve únicamente la propia oscuridad, es destructivo y no es un verdadero arrepentimiento […]

En Judas encontramos el peligro que atraviesa todos los tiempos, es decir, el peligro de que también los que «fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron partícipes del Espíritu Santo», a través de múltiples formas de infidelidad en apariencia intrascendentes, decaigan anímicamente y así, al final, saliendo de la luz, entren en la noche y ya no sean capaces de conversión.

En Pedro vemos otro tipo de amenaza, de caída más bien, pero que no se convierte en deserción y, por tanto, puede ser rescatada mediante la conversión.

(Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, segunda parte, p. 29-30)

 

El ángel que se apareció a las mujeres, la mañana de Pascua, les dijo: “No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?”.

¡Ha resucitado, está vivo! La resurrección de Cristo es, para el universo del espíritu, lo que fue, según una teoría reciente, para el universo físico la “gran explosión”, el Big-bang inicial, cuando un “átomo” de materia se trasformó en energía, poniendo en marcha todo el movimiento de expansión del universo que continúa después de billones de años.

En efecto, todo cuanto existe y se mueve dentro de la Iglesia –sacramentos, palabras, instituciones– saca su fuerza de la resurrección de Cristo. Es el nuevo fiat lux, ¡hágase la luz!, dicho por Dios.

Tomás tocó con el dedo esta fuente de toda energía espiritual, que es el cuerpo de Resucitado, y recibió de ella tal sacudida que al instante desaparecieron sus dudas y exclamó lleno de certeza: “¡Señor mío y Dios mío!. El propio Jesús, en aquella circunstancia, dijo a Tomás que hay un modo más dichoso de tocarlo, que es la fe: “Dichosos los que creen sin haber visto”. Por tanto, el dedo con el que también nosotros podemos tocar al Resucitado es la fe.

Hermano, ¡Cristo ha resucitado! ¡Cree para ver!

FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN.

 

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CREER PARA VER

Padre, en aquellos momentos en que cuestionan mi fe; dame serenidad y fuerza.

Señor, cuando yo mismo me pregunte quién soy y quién eres para mí; ayúdame a sentir Tu Amor.

Que crea, Padre, como el ciego, que confíe en Ti, que espere en Ti y que descubra quién eres en mi vida.

Que me aferre, Señor, al Padre que ama, que cuida y protege a sus hijos. Y me aleje de la imagen castigadora y distante del fariseo.

Porque al final siempre eres ternura, entrega y generosidad.

Que la oración sea mi agua de Siloé, que tu Palabra sea el encuentro en el camino,
que mi fe sea mi vista.

Que no se cierren mis ojos,
que vea al mirar, que me deje hacer por Ti como el ciego de Siloé.

Y que mi boca bendiga tu nombre por haber experimentado tu Amor recibido. Amén.

Víctor MB

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