Hoy, el Evangelio nos regala tres parábolas muy parecidas. Todas ponen a sus protagonistas frente a un dilema. El que encuentra el tesoro escondido en un campo tiene que tomar decisiones rápidas. El tesoro puede cambiar la suerte de su vida. Pero otro lo puede encontrar. Hay que actuar rápidamente. No hay más solución que vender todo lo que tiene y comprar el campo. Algo muy parecido le pasa al comerciante de perlas finas. Lleva toda la vida de mercado en mercado. Tiene un ojo capaz de descubrir lo que vale y lo que no vale. Al final, encuentra una perla que vale realmente la pena. El protagonista de la parábola no duda en vender todo lo que tiene, deshacerse de todas las otras perlas que tiene. No valen nada en comparación con la que acaba de encontrar. Para el comerciante con vista lo que ha hecho es lo que debía hacer. Arriesga todo para ganarlo todo. Y mejor para ganar todo –y lo único al mismo tiempo– que vale la pena.
     Algo muy parecido es lo que les pasa a los pescadores que han echado la red y que sacan a la orilla su cosecha de peces. No todos valen lo mismo. El que no entiende de pesca quizá ponga a todos en la misma cesta. ¡Craso error! Hay peces de muy distintas clases y ni mucho menos tienen el mismo valor en el mercado. Algunos peces hay que tirarlos directamente. No valen nada. El arte de separar a los buenos de los malos, de clasificarlos, es tan importante como saber echar bien las redes.

     Son historias que nos hablan de nuestra propia vida en la que también nos veremos –o nos hemos visto– en la obligación de tomar decisiones radicales. Hay encrucijadas en la vida  en que nos tenemos que decidir. La libertad no significa tener muchas opciones ante nosotros sino la capacidad para optar, para decidirnos por una u otra opción y la sabiduría para tomar la decisión más adecuada. No decidir, mantener abiertas todas las opciones ante nosotros no significa ser más libre sino no ejercitar nuestra libertad.
     Decidir, optar, es atarse. El que encontró el tesoro, el que descubrió la perla, optó, decidió, vendió todo lo que tenía, se arriesgó. Creyó que era la mejor opción y la tomó. Y una vez tomada, ya no hay vuelta atrás. Otras opciones, otras posibilidades, se abrirán en el futuro pero ya no serán las mismas que se dejaron atrás. Así es siempre nuestra vida. Un camino en el que siempre se abren encrucijadas, en el que hay que tomar decisiones, y asumir los riesgos y los posibles errores. No hay otro remedio. 

     Hoy le pedimos a Jesús que nos dé el discernimiento suficiente para comprender donde está lo que verdaderamente vale la pena, lo que nos llena de verdad de alegría, aquello por lo que podemos y debemos dejarlo todo (¿no es eso el Reino?). Ese discernimiento es la sabiduría que pide Salomón a Dios en la primera lectura de este domingo.
     Pero, atención, Salomón no pide directamente “sabiduría” sino un “corazón dócil”. Es un detalle importante. La sabiduría no se aprende en los libros ni en las bibliotecas. La sabiduría es la capacidad de ser dóciles a la voluntad de Dios, a su Palabra que nos guía por las encrucijadas de la vida. Porque Dios no quiere sino lo mejor para nosotros, nuestro bien, nuestra felicidad, nuestra plenitud, que no otra cosa es lo que se dice en la carta a los Romanos que se lee en la segunda lectura.

Fernando Torres